En la Senda de la Fuerza Eterna

Capitulo 1 El Último Susurro

El sol del 13 de octubre de 2017 caía suavemente sobre los tejados del vecindario. La madre había dejado su jornada laboral temprano para pasar la tarde con su hijo. Era viernes, y tenían una tradición: los viernes eran para ellos, sin distracciones.

Antes de que ella llegara a casa, Sebastián vivió su pequeño mundo, como siempre lo hacía los viernes. Esa mañana, se despidió de su madre con una risa contagiosa y una mochila ligera en la espalda. El día escolar fue corto, típico de los viernes, y el ambiente en el aula estaba cargado de la emoción del fin de semana. Tenía cuatro amigos muy cercanos: tres niñas —Lucía, Emma y Sofía— y un niño, Julián.

Jugaban juntos cada recreo, y ese día inventaron un juego en el que eran exploradores buscando un tesoro escondido bajo la tierra del patio.

Lucía era la más curiosa del grupo. Tenía el cabello rizado de un color castaño brillante, y al final de sus rizos solía llevar pequeños adornos coloridos —estrellitas, lunas, hojas secas— que representaban su personalidad. Su sonrisa, amplia y constante, reflejaba su naturaleza inquieta. Tenía un cuerpo pequeño comparado con los otros, lo que la hacía parecer un animalito inofensivo y encantador.

Emma, la reservada, tenía el cabello negro y liso, que siempre llevaba suelto, cubriéndose parcialmente las orejas como una forma de resguardo. Era de la misma estatura que Sebastián, delgada pero con una figura esbelta. Hablaba poco, pero cuando lo hacía, todos escuchaban. Había en ella una madurez silenciosa que contrastaba con su edad.

Sofía tenía el cabello color mono con un toque negro, casi siempre recogido bajo una gorra que hacía juego con su estilo ordenado. Vestía con limpieza y se comportaba como una pequeña comandante: su cuerpo, aunque infantil, mostraba señales de tenacidad y fuerza. Era la primera en correr, en lanzarse, en resistir.

Julián era un torbellino de energía. Su cabello era una mezcla entre castaño y negruzco, siempre revuelto. Su cuerpo, delgado pero ágil, estaba acostumbrado a la acción constante. Imitaba voces, hacía reír a todos y rara vez se quedaba quieto por más de cinco segundos.

Sebastián tenía el cabello negro y lacio como su padre, y unos ojos igualmente oscuros y profundos. Su piel, de un tono moreno claro heredado de su madre, brillaba al sol de forma cálida. A pesar de su corta edad, ya tenía una expresión que alternaba entre la curiosidad absoluta y una leve seriedad que lo diferenciaba.

Él lideraba la expedición con un palo convertido en espada y una gorra al revés como casco de explorador.

—¡Si encontramos la piedra dorada, seremos ricos para siempre! —gritaba, mientras los demás lo seguían riendo.

Después del recreo, compartieron el almuerzo bajo un gran árbol en una esquina del patio. Lucía repartía trozos de su sándwich, Emma mostraba una piedra brillante que decía haber encontrado cerca del jardín de flores, Sofía organizaba una "asamblea secreta", y Julián hacía voces graciosas que los hacía reír a carcajadas. Sebastián se sentía invencible entre ellos, como si el mundo fuera solo juegos y promesas eternas.

Antes de que sonara la campana de salida, todos se prometieron volver a jugar el lunes. Se despidieron con abrazos torpes y sonrisas grandes, sin saber que uno de ellos no volvería.

...

Esa noche, como cada viernes, Sebastián esperó con impaciencia el sonido de las llaves en la puerta. Tenía una pequeña rutina que jamás rompía: al llegar a casa, se quitaba los zapatos en el mismo rincón, corría a dejar la mochila al pie de su cama y encendía la lámpara de su cuarto, aunque no fuera de noche. Luego se sentaba en la alfombra con sus juguetes favoritos: una figura de acción sin brazo, un dinosaurio verde de plástico duro y una pequeña caja de madera donde guardaba piedritas y cosas "mágicas" que había recolectado.

Miraba el reloj cada cinco minutos, aunque no supiera leerlo del todo bien. Para él, la llegada de su madre era el verdadero inicio del fin de semana. Cuando al fin escuchaba el sonido metálico de la cerradura girando, su cuerpo entero reaccionaba: se levantaba de un salto, corría hacia la puerta y la recibía con un abrazo tan fuerte como podía.

Esa noche no fue diferente. Ella entró con una sonrisa y una bolsa de papel marrón. Traía galletas de su panadería favorita y una caja de crayones nuevos.

—Hoy fue un buen día —dijo ella, arrodillándose para abrazarlo—. ¿Y tú? ¿Qué tal la búsqueda del tesoro?

Él le contó todo mientras comían galletas sobre el suelo de la sala, dibujando en hojas recicladas. Rieron, se mancharon los dedos de chocolate. En medio de la charla, ella lo observó con ternura.

—¿Y si salimos un rato? Hace buena tarde —sugirió, acariciándole el cabello.

—¡¿Al parque?! —preguntó él, con los ojos iluminados.

—Al parque —confirmó ella.

A las 17:15 salieron rumbo al parque. Sebastián corría delante de ella con un gorro de dinosaurio mal puesto, gritando que era un "Rex velocísimo", mientras ella lo seguía con una sonrisa paciente.

En el camino, se detuvo a observar una fila de hormigas cruzando la acera. Se agachó, intrigado.

—¿Adónde crees que van, mami? —preguntó.

—Quizá a casa, como nosotros —respondió ella, con una calidez que no necesitaba explicación.

—¿Y si las seguimos? —dijo el niño con una sonrisa traviesa.

—¿A las hormigas?

—¡Sí! Capaz nos llevan a un lugar secreto.

Ella fingió pensarlo un momento, llevándose el dedo a la barbilla.

—Mmm... suena a una gran aventura. Pero creo que ya tenemos una misión importante: ¡llegar al parque antes de que anochezca!

—¡Sí, señora capitana! —gritó él, saludando como un soldado.

Ella soltó una carcajada suave, y continuaron caminando juntos. En el trayecto, hablaron sobre las formas de las nubes, imaginaron que un perro que pasó junto a ellos era un dragón disfrazado, y discutieron cuál sería el superpoder más divertido para tener solo los viernes.




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