En la Senda de la Fuerza Eterna

Capitulo 3 Nacer de Nuevo No Es Limpio

La sangre del jabalí se secó sobre su piel como una segunda capa de carne. No la limpió. No por descuido, sino por instinto. Era un trofeo, un escudo invisible que lo separaba del niño que había sido.
Y tal vez también lo protegía de algo más.
No durmió esa noche.
No podía. No quería. Algo dentro de él se mantenía despierto, inquieto, como si sus huesos aún vibraran con los ecos de la batalla. Las imágenes del enfrentamiento se repetían una y otra vez, no como un recuerdo traumático, sino como una lección que su mente no quería olvidar.
El resplandor carmesí del cielo eterno comenzaba a intensificarse, marcando el inicio de otro ciclo. Sebastián ya estaba fuera de la grieta, sus pasos lentos, su cuerpo adolorido, pero firme.
No caminaba por necesidad, sino por algo más profundo.
Como si patrullar aquel pedazo de tierra fuese parte de un ritual que aún no comprendía.
Las horas pasaron entre el silencio y el zumbido lejano de los carroñeros. En un momento encontró un rastro de pezuñas pequeñas. No eran del jabalí. Eran frescas. Recién marcadas sobre el barro espeso.
Se agachó. Las tocó. Sintió la humedad.
El Sebastián de antes habría huido.
Este no.
Se arrastró por el suelo, cubierto de polvo y sangre seca, manteniéndose contra el viento como había aprendido. Ya no pensaba en términos de "bueno" o "malo", solo en utilidad y amenaza. En qué lo acercaba a vivir… y qué lo alejaba de la muerte.
Las huellas lo llevaron hasta un risco. Desde allí, escondido entre raíces muertas, vio a una criatura parecida a un lagarto, con dos cabezas que se devoraban un cadáver con furia. Era del tamaño de un perro grande, pero su lengua bífida se extendía con precisión de serpiente.
Sebastián no atacó.
Observó.
La criatura se movía con hambre, pero también con cautela. Cada pocos segundos, una de sus cabezas se alzaba y olfateaba el aire. La otra seguía comiendo. Coordinación perfecta. Instinto de supervivencia.
Cuando el lagarto se marchó, arrastrando su cuerpo escamoso entre las piedras, Sebastián descendió en silencio. El cadáver que había quedado aún soltaba vapor por las entrañas abiertas. No supo qué criatura era. No le importó.
El hambre ya no era una queja.
Era una orden.
Arrancó un trozo de carne firme con las manos. La sostuvo frente a sus ojos por un instante, como si algo dentro de él dudara… pero luego la mordió.
Masticó.
Tragó.
Y no sintió culpa.
Volvió a la grieta cuando el cielo se volvió más intenso, el rojo ardiendo como una advertencia en la distancia. Cayó la noche sin que el cansancio lo doblara. Solo entonces se dejó caer.
Durmió.
Durante la primera noche de descanso que le permitió el cuerpo y la mente agotados, Sebastián tuvo un sueño. Un sueño diferente a los de su pasado, uno que emergió de su mente cansada como una visión borrosa. En la penumbra de su subconsciente, vio una silueta. No era clara, no tenía rasgos definidos. Era un contorno indistinguible, que se movía lentamente entre lo que parecían ruinas. No podía discernir si era hombre, mujer, o algo más. Solo veía una sombra, una presencia que se desvanecía con la misma rapidez con la que aparecía. Algo extraño, algo familiar, pero al mismo tiempo inalcanzable. No entendía qué lo tocaba, ni por qué le parecía tan importante.
Despertó de golpe, el corazón latiendo fuerte en su pecho, con la sensación de que algo le había rozado el alma. No entendía por qué, pero ese sueño, esa sombra, lo dejó inquieto.

El eco del sueño todavía palpitaba en su pecho, como si la sombra que había visto lo hubiese seguido hasta el mundo real. Durante unos segundos, no supo si aún estaba dormido. Sus ojos recorrieron la oscuridad espesa, buscaban una figura, una presencia, algo que lo confirmara… pero no había nada.
Solo el mismo lugar. El mismo silencio.
El mismo olor a podredumbre y sangre rancia.
Con los músculos entumecidos y las ideas a medias, Sebastián se arrastró hacia el rincón donde solía dormir. Tropezó con una raíz húmeda, se sostuvo de una piedra, y al apoyar las manos sintió el frío pegajoso de un charco.
Sangre. Ya seca en partes, aún tibia en otras.
Se quedó quieto. Algo en esa sangre lo llamó. No como presa. No como amenaza. Lo llamó con un murmullo sordo, con una fuerza que no supo rechazar.
Se inclinó y miró su reflejo.
Por un momento pensó que no era él.
Los ojos eran los mismos, sí, pero no brillaban igual. La mirada era más dura, más fija, más… vacía. El rostro estaba manchado, endurecido. Ya no había rastro del niño que solía ser. Solo quedaba esa cosa que lo miraba desde la sangre.
No era un monstruo.
No era humano.
Era algo en medio.
Sintió la piel erizarse, pero no de miedo. Era una mezcla extraña: una aceptación brutal, una comprensión callada. Había cambiado. Y ese cambio no le dolía… le intrigaba.
Entonces, sin razón aparente, lo escuchó.
Una voz.
No era externa. No era su pensamiento. Era algo intermedio. Como un eco en la médula, como un hilo que vibraba suave dentro de él.
—Aún no es suficiente…
Sebastián no se asustó.
No reaccionó con sobresalto ni con negación.
Solo parpadeó, respiró hondo, y dejó que esas palabras se asentaran dentro.
No sabía de dónde venía esa voz. Pero la sentía conocida, cercana, como si siempre hubiera estado ahí, esperando a que él estuviera listo para oírla. No era una amenaza. Era una guía silenciosa. Algo que no lo dejaba rendirse. Que lo mantenía unido.
No entendía qué significaba.
Solo supo que no debía detenerse.
Que aún le faltaba.
Se apartó del charco, pero no porque le diera miedo lo que había visto.
Sino porque ya no lo necesitaba.
Sabía lo que estaba empezando a ser.
Y aunque todavía no podía ponerle nombre, en lo más profundo de su ser… lo aceptaba.

Los días que siguieron fueron silenciosos. No como lo eran antes, con ese eco constante de vacío que lo perseguía por dentro. Esta vez, el silencio era otra cosa. Era suyo. Sebastián comenzó a habitarlo con un ritmo nuevo, uno que no dependía de miedo ni de esperanza, sino de repetición, de instinto, de permanencia.
Se levantaba cuando el cielo escarlata se tornaba más intenso, justo antes del zumbido lejano de los carroñeros. Revisaba los restos de su presa anterior, marcaba con piedras los caminos seguros, los que no olían a muerte reciente, y buscaba sangre. No agua. Agua no existía. Solo sangre espesa, tibia o ya cuajada, que encontraba en charcos recientes o en el interior aún cálido de alguna bestia muerta.
La bebía con el mismo acto con que se respira aire: sin asco, sin pensar. Dejaba que escurriera por su garganta mientras sentía cómo le devolvía un calor distinto, como si algo más que líquido lo habitara. No solo lo hidrataba. Lo sostenía. Lo anclaba. La sangre era su agua, su alimento, su vínculo con la permanencia.
A veces la sangre no era suficiente. Entonces la calentaba con piedras calientes, o la mezclaba con tuétano y trozos blandos de órganos. Aprendía a conservarla dentro de huesos huecos, a colarla con fibras secas, a usarla también para sobrevivir más allá del hambre: como señal, como marca, como lenguaje.
Comenzó también a dejar marcas. No como hacen los animales, orinando. Él usaba sangre. Mojaba sus dedos, sus uñas, incluso trozos de hueso, y trazaba líneas ásperas sobre piedras, sobre raíces secas, sobre cortezas agrietadas. Eran signos suyos. Trazos que decían: pasé por aquí. Otras veces, más firmes, decían: aquí cazo yo. O simplemente: yo estoy. Como si cada marca fuera una parte de su cuerpo que quedaba atrás para vigilar mientras él avanzaba.
A veces, usaba la sangre como pintura ritual. Mojaba su rostro, su pecho, sus brazos. Dibujaba líneas que no entendía, pero que sentía necesarias. No eran juegos. Eran su armadura. Sus símbolos. Lo que lo separaba de ser simplemente carne esperando morir.
La voz le hablaba en esos momentos. No siempre con palabras. A veces era un murmullo bajo su piel, un empuje, un temblor detrás de los ojos. Pero estaba ahí. Le enseñaba qué trozo de hueso era mejor para cortar. Cuál piel resistiría más el frío. Le mostraba con imágenes lo que debía hacer: cómo tensar un tendón, cómo endurecer la carne, cómo curar una herida con polvo de ceniza.
Sonaba como él mismo, solo más quieta, más sabia, como si viniera de un lugar donde ya no existía el miedo.
Pasaba horas solo observando. Aprendía el lenguaje de las criaturas que rondaban en la distancia. Reconocía a las que se arrastraban lentas y calladas —las más peligrosas— y diferenciaba el sonido hueco de sus pisadas del crujido seco de los insectos gigantes.
No hablaba. No lloraba. Pero murmuraba de vez en cuando. Palabras que no entendía del todo, frases que le venían a la boca como si no fueran suyas, como si alguien las hubiera sembrado en su lengua durante la noche.
Una de esas mañanas, mientras buscaba raíces cerca de un tronco podrido, escuchó un resoplido corto, húmedo, como el sonido de algo que lucha por respirar a través de su propia carne. No se sobresaltó. Agachado, ladeó apenas el rostro. Y allí estaba.
La criatura era pequeña, deforme, con el cuerpo encorvado como si nunca hubiera conocido la vertical. Tenía la forma redondeada de un panda infantil, pero retorcida en su estructura: los brazos demasiado largos, colgando hasta el suelo, las garras negras y curvas como anzuelos oxidados. Su piel era gris ceniza, moteada de parches pelados y costras oscuras, y la cara… la cara era una máscara grotesca. Un solo ojo enorme, redondo, abarcaba casi toda la mitad de su cráneo, y en su interior danzaba una pupila dilatada, negra, que no parpadeaba. Donde debería estar la boca, se abría una hendidura horizontal sin labios, de la que colgaban tiras de carne húmeda. La criatura resollaba con un gemido pegajoso, y de su lomo sobresalían espinas óseas partidas, como si algo la hubiese aplastado tiempo atrás y siguiera viva por puro error del mundo.
Y cuando se detuvo junto a un tronco, soltó un quejido suave, casi como el balbuceo de un niño dormido.
No lo había visto aún.
Sebastián se agazapó, camuflándose entre raíces y barro. Esperó. Observó cómo la criatura husmeaba con su único ojo, goteando baba espesa sobre las piedras. Cuando la distancia fue la suficiente, se lanzó.
Saltó sobre el lomo del monstruo y se aferró con piernas y brazos, clavando una piedra afilada directamente en la base del cuello. El chillido fue agudo, quebrado, como el llanto de un niño sumergido en agua hirviendo. Pero no se soltó. Golpeó. Cortó. Rasgó carne y cartílago. La criatura se debatía, giraba, lanzaba zarpazos al aire. Una de sus garras rozó el costado de Sebastián, arrancando piel. Él gruñó, pero siguió. Ya no había espacio para el miedo.
La sangre de la bestia era espesa, negra con reflejos verdes, y olía a metal podrido. Le cubrió el rostro, le llenó la boca, pero no detuvo sus manos. Seguía clavando, rompiendo. Hasta que el ojo gigante se quebró como una fruta madura y la criatura se desplomó sobre sí misma con un sonido húmedo, final.
Sebastián se quedó encima unos segundos más, jadeando. Luego descendió, tembloroso, con las manos cubiertas de esa sangre fétida. No lloró. No rió. Solo arrancó un trozo de carne aún caliente y lo llevó a la boca.
El sabor era ácido, graso, con vetas calientes que lo hacían estremecer. Masticó con la mandíbula entumecida por la tensión. Se sentó junto al cadáver, respirando entrecortado, y comió más. Después, cubrió parte del cuerpo con piedras y ramas, no como entierro, sino como reclamo. Aquel era su botín. Su presa.
Pasó un tiempo allí. Su respiración se fue calmando. El calor de la sangre lo envolvía. Aún con los músculos temblando, se mantuvo alerta.
Fue entonces cuando lo sintió.
Una vibración en la tierra. Apenas perceptible al principio. Luego un susurro, un crujido bajo los pies.
El suelo se abrió como una herida viva, y desde la grieta emergió una figura alargada, viscosa, cubierta de escamas oscuras repletas de heridas antiguas. Era una criatura que recordaba a una serpiente, pero tenía dos pares de patas gruesas, que usaba para impulsarse con rapidez entre el fango. Sus ojos diminutos brillaban con un hambre antigua, y su aliento dejaba vapor sangriento a su paso.
Fue directo al cadáver del monstruo panda.
Sebastián retrocedió, pero la criatura lo olió. Lo sintió. Giró su cabeza hacia él, y su boca, un anillo de dientes en espiral como una trampa de pesadilla, se abrió con un chasquido húmedo.
Saltó.
Sebastián intentó esquivar. Un colmillo le desgarró la pierna. Cayó, gritó, se arrastró hasta una piedra —la misma de antes—, y cuando la criatura se abalanzó de nuevo, le clavó la piedra en uno de los ojos.
El chillido fue bestial. Sebastián trepó sobre su lomo y golpeó con rabia ciega. Golpe tras golpe. Grito tras grito. Hasta que la bestia convulsionó, escupió sangre negra, y se derrumbó en un espasmo seco.
Quedó tendido sobre ella, jadeando, con la pierna sangrante. La herida ardía. Profunda, fea. Se arrastró lejos, con las manos temblando.
Y entonces la voz volvió. Esta vez, más clara:
—Mira lo que queda. Mira lo que puedes ser.
Sus ojos, empañados por la sangre y el agotamiento, se enfocaron en los restos. En la piel. Los huesos. Las mandíbulas.
—Aprende —susurró la voz.
Y Sebastián lo hizo.
Con esfuerzo, arrastró el cadáver hasta su refugio. Allí, en su territorio marcado, en lo que alguna vez fue un nido y ahora era una guarida, se dispuso a escuchar.
La voz le hablaba con calma. Le mostraba, paso a paso, cómo cortar sin dañar la piel, cómo arrancar los tendones enteros, cómo usar las escamas más duras como placas protectoras. Le enseñó a secar con humo, a coser con fibras musculares, a endurecer con cenizas.
Sebastián aprendió. Temblando de fiebre, con la pierna aún sangrando, transformó a su enemigo en abrigo, en herramienta, en parte de sí.
Cuando terminó, se cubrió con lo creado. La capa hecha de escamas, la protección de huesos. Se ató fragmentos afilados a los brazos. Y por primera vez, se sintió menos niño. Más algo distinto.
Ya no recordaba con claridad su voz, ni cómo se sentía el abrazo de una madre. Lo que ahora habitaba su cuerpo no necesitaba esas cosas. Solo recordaba que alguna vez dolía más no comer que matar.
Cada monstruo caído era ahora parte de su cuerpo. Parte de su forma. Parte de él.
Y en el silencio que quedó, algo en su interior —quieto, antiguo— lo acompañaba.
Durante los días siguientes, Sebastián permaneció en su refugio. La herida de la pierna tardaba en cerrar, pero él no se detenía. Seguía explorando los usos del cadáver, experimentando con herramientas, probando diferentes combinaciones de materiales. Aprendía a adaptar huesos como lanzas cortas, a afilar escamas como cuchillas, a trenzar fibras musculares en cordones resistentes.
La voz ya no tenía que guiar cada paso. Solo corregía, sugería, como una sombra paciente que lo acompañaba desde un rincón tibio de su mente.
Ese día, mientras ajustaba uno de los vendajes endurecidos con barro y tendones secos, algo se agitó en el aire. No fue un sonido. Fue un olor.
Uno que reconoció.
La sangre vieja. El sudor ácido. El hedor de carne que no había olvidado.
El monstruo que lo había herido por primera vez.
El que le dejó la cicatriz en el vientre.
Volvió.
Y Sebastián, con la capa hecha de escamas sobre los hombros, se puso de pie.
No huyó.
Tomó su lanza. Inspiró hondo.
Y esperó la revancha.




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