El bosque seguía adentro. No como un pensamiento, ni como una presencia. Era estructura. Sebastián no caminaba: el bosque lo movía. No pensaba: el bosque lo guiaba. Cada hebra de su cuerpo era obediencia hilada. Cada respiración, una orden cumplida.
Los ojos ya no titilaban. Las pupilas no se contraían por la luz. Eran puertas abiertas a la oscuridad. Y el bosque las usaba para mirar.
Durante días — o lo que fuera el tiempo aquí — Sebastián cazó. Como un reflejo. Como una herramienta.
Sus pasos eran exactos. Su sombra no existía. Su olor no flotaba. Cada misión se completaba sin preguntas, sin errores.
Hasta que la grieta respiró.
Fue un sonido primero. Una risa. Suave. Infantil. Lejana. No debía estar allí. El bosque no tenía risas.
Sebastián se detuvo. El cuerpo, que hasta entonces se había movido con la perfección de un mecanismo, vaciló. Un pie no cayó en el punto exacto. Una rama crujió.
El bosque lo sintió.
Y presionó.
No con palabras. Con peso. La mente de Sebastián se volvió densa, como si el aire fuera mercurio. Una niebla interna lo cubrió. Los recuerdos comenzaron a arder. La pulsera. El nombre. La voz que no era del bosque.
La orden llegó, firme: ELIMINA.
Pero esta vez, algo no encajaba.
No era una presa. No era una intrusión.
Era una criatura. No pertenecía al bosque. No respondía a sus reglas. Su existencia era un accidente imposible o una voluntad ajena que había echado raíces en la grieta del mundo.
Era delgada, de piel roja cuarteada, con segmentos óseos visibles que sobresalían por su espalda y articulaciones. Su cráneo era alargado, sin boca aparente, y en lugar de ojos tenía cuencas hundidas que pulsaban con un fulgor opaco, como brasas viejas. Caminaba en cuatro extremidades, pero podía erguirse si lo deseaba. Las garras eran largas, curvadas hacia adentro, hechas para trepar y aferrarse, no para destruir.
El pecho latía a un ritmo ajeno, como si su corazón estuviera hecho de raíces. Cada respiración se sentía como un soplo antiguo. Su presencia no era hostil… era otra cosa. Algo imposible de nombrar.
Y entonces se detuvo frente a él.
No se movía. No temblaba. No huía.
Solo lo miraba.
No sonrió. No podía. Pero inclinó la cabeza levemente, como si reconociera algo. Como si lo recordara.
Un gesto que no pertenecía al bosque. Un movimiento pequeño… pero distinto.
Y eso fue suficiente.
Sebastián se paralizó.
El bosque le indicó los puntos vitales. La garganta. El cuello. El corazón.
Y Sebastián…
No atacó.
El brazo se alzó. Pero no cayó. Los dedos se tensaron. Pero no se cerraron. El bosque rugió. No hacia afuera. Dentro de él.
Y la grieta se abrió un poco más.
La criatura inclinó apenas el torso, su respiración emitiendo un leve zumbido, grave y continuo, como si le hablara desde dentro sin palabras. Sebastián no entendía cómo, pero la reconocía.
Al principio fue una sensación apenas perceptible, como un cosquilleo en el pecho. Luego, el zumbido se volvió un ritmo: familiar, íntimo, como si resonara con su propio corazón.
Y entonces lo supo. No con la mente. Con algo más profundo. Lo que sentía era reconocimiento. No de vista. No de forma. De esencia. Una parte de él que aún no había sido devorada por el bosque la reconocía como su reflejo distorsionado, su espejo imposible.
Entre ellos, el aire cambió. Se volvió denso, cargado de algo que no era peligro… ni alivio. Era conexión. Pura y cruda.
Y entonces, entre ambos, surgió un susurro. No vino del bosque. No vino de ella.
Era la voz misteriosa. Aquella que a veces lo llamaba en sueños, que a veces ardía como memoria. Esta vez sonó más cerca. Más viva.
"Escúchala", dijo. Suave. Lejana. "No como enemigo. No como presa. Como eco."
La criatura se acercó apenas, con un paso fluido, como si flotara sobre las raíces. Detuvo el zumbido y dejó que el silencio hablara por ella. Luego exhaló un chasquido grave, húmedo, con forma. Como un intento de lenguaje sin lengua.
Y Sebastián lo entendió.
No por lógica. No por palabras.
Por vínculo.
"Ella no es parte del bosque", susurró la voz. "Pero vive en él. Como tú."
La criatura giró la cabeza. No era un gesto humano, pero contenía una ternura antigua. Una atención pura.
Sebastián no comprendía del todo, pero sintió. No con la razón, sino con una memoria profunda, enterrada. El vínculo no se explicaba. Se reconocía.
Y ese reconocimiento era peligroso. Porque donde hay vínculo, hay elección. Y donde hay elección… hay grieta.
No como una memoria clara, sino como un eco. Un reflejo de sí mismo cuando aún era niño.
Su cuerpo tembló. No por el bosque. No por la orden. Por algo más antiguo. Algo enterrado.
La criatura permaneció quieta. No se movía. No hablaba. Solo lo observaba, como si esperara una respuesta que no podía formularse en voz alta.
Y entonces, él cerró los ojos.
El bosque no lo castigó de inmediato. Porque dudó. Porque por primera vez, algo escapó a su control.
Pero la duda no dura mucho en lo que no perdona.
Primero fue el suelo. Las raíces vibraron bajo sus pies, como si una furia antigua despertara desde el centro de la tierra. Luego vino el sonido: un crujido seco, interminable, como huesos astillándose dentro de troncos.
Sebastián abrió los ojos.
La criatura seguía allí, inmóvil. Pero el bosque… el bosque se cerraba.
Las ramas comenzaron a inclinarse. El aire perdió color. Y de las sombras, surgieron figuras: no bestias, no árboles, sino formas hechas del propio bosque, imitaciones grotescas de lo que alguna vez fue humano. Ecos deformes, ojos vacíos, cuerpos cubiertos de musgo y carne fosilizada.
El castigo era claro: borrar la grieta.
La criatura roja retrocedió un paso. No por miedo. Por preparación. Sebastián lo sintió también. El bosque lo empujaba a matar. No a ella esta vez. A lo que venía.
Pero algo se rompió. El impulso no venía con fuerza. No era orden. Era desesperación.
La grieta no era solo debilidad. Era amenaza. Y el bosque lo sabía.
Sebastián dio un paso al frente. La criatura giró la cabeza hacia él, leve, casi imperceptible. No hablaban. No necesitaban hacerlo.
La batalla no era por sobrevivir. Era por algo más profundo.
Y en ese silencio brutal, con el bosque rugiendo como una bestia herida,
Sebastián se movió. No como un cazador. Como parte de una danza.
La criatura roja se deslizó junto a él. No hubo palabras. No hubo acuerdos. Solo instinto compartido, un eco mutuo, como si la misma sangre dormida latiera en ambos.
Las entidades del bosque avanzaban, lentas al principio, como si aún esperaran obediencia. Pero al ver que no la había, se desataron. Sus cuerpos crujían al moverse, deformes, hechos de cortezas mezcladas con huesos. Algunos caminaban con piernas torcidas. Otros se arrastraban, goteando sabia negra desde bocas inexistentes.
El primero fue rápido. Sebastián giró sobre un pie, se agachó y golpeó en el cuello con precisión. El crujido fue seco. La criatura roja lo complementó girando alrededor de su espalda, usando su cuerpo como eje, y saltó con un zarpazo cruzado que partió la segunda entidad en dos sin salpicar una sola gota.
Luego vinieron más.
Sebastián no pensaba. Sentía. El bosque no podía predecir sus movimientos porque ya no eran suyos. Eran compartidos.
Cada ataque era recibido con un movimiento fluido, como si danzaran entre raíces que también quisieran unirse a su ritmo. Sebastián rodaba entre los troncos, saltaba sobre ramas que crujían y se quebraban en el momento exacto. La criatura lo seguía como sombra y fuego: a veces rugía por dentro, otras se deslizaba sin sonido.
Cuando uno de los falsos humanos lo sujetó del brazo, Sebastián no reaccionó. Solo esperó el giro: la criatura descendió como una cuchilla viva desde lo alto, mordió con garras abiertas, y en un segundo el brazo del enemigo fue parte del suelo.
El bosque intentaba confundirlos. Cambiaba el terreno. Alargaba la sombra. Movía la luz sin lógica. Pero ellos no necesitaban ver. Sentían.
Y en esa sincronía imposible, cada criatura derrotada era parte de un compás.
Uno Dos Pausa. Tres Cuatro Giro.
Como si el dolor no existiera. Como si matar no fuera violencia. Como si hubieran encontrado algo sagrado en esa simetría brutal.
Los enemigos no dejaban de llegar. Algunos se fusionaban con la madera y salían desde los troncos. Otros saltaban desde la copa de los árboles. Pero el ritmo no se rompía.
La criatura descendía con elegancia salvaje, envolvía torsos con sus garras como si tejiera un hilo invisible de fuerza. Sebastián respondía con precisión: dedos que penetraban hendiduras blandas, rodillas que rompían articulaciones al primer contacto.
Y entre cada caída, cada muerte sin grito, el bosque se volvía más errático. Más salvaje.
Pero ellos no cambiaban.
Porque no luchaban para sobrevivir.
Luchaban para liberarse.
Y la danza, esa coreografía improbable, era la grieta misma hecha movimiento.
Y eso, aunque breve,
bastaba para hacer temblar sus raíces.
Pero el bosque no terminó ahí.
No gritó. No rugió. No envió más cuerpos ni raíces con garras. Solo actuó con una precisión quirúrgica, casi silenciosa. Y eso fue lo más brutal.
El suelo bajo sus pies crujió. Pero no cedió de golpe. Se abrió con lentitud, como una herida que se rasga a sí misma. Sebastián sintió la vibración, y antes de reaccionar, la criatura roja ya se deslizaba hacia el borde, arrastrada por una fuerza invisible.
Intentó alcanzarla. Su brazo se extendió. Pero fue como tratar de sujetar niebla con la mano rota. Sus dedos rozaron el vacío, y la grieta se cerró justo cuando sus uñas rasparon el borde.
Ella desapareció.
No con grito. No con estruendo. Con ausencia.
El bosque lo aisló.
Y el aislamiento no fue un espacio. Fue un estado.
No supo cuánto tiempo pasó. Días, quizás semanas. O tal vez solo unos segundos prolongados por la desesperación.
El bosque no lo dejó solo en el vacío. Lo llenó de imágenes.
La primera fue su propio rostro. Pero no el que recordaba. Era uno vacío, blando, deformado por el miedo y la obediencia. Su reflejo, vestido de grietas, cubierto por raíces que salían de sus propios ojos.
Luego vino el eco de su voz, hablándole desde todas partes: — Fuiste una grieta. Nada más. — Ella te traicionó. — Nunca estuvo.
Cada frase era una gota negra cayendo en su mente.
Las visiones lo arrastraban. Caminaba por pasillos de madera que respiraban. Veía a la criatura encadenada, gimiendo sin sonido, con su pecho abierto por ramas. O la veía de pie, inmóvil, con los ojos apagados, repitiendo los movimientos de los falsos humanos, como si el bosque la hubiera absorbido por completo.
Sebastián comenzó a dudar. No de ella. De sí mismo.
— Fuiste tú — le susurraba el bosque desde el suelo, desde el aire — . Tú trajiste la grieta. Tú arruinaste la simetría.
Y la oscuridad se cerró como una jaula sin barrotes. No necesitaba encierro físico. Era mental. Sensorial. Una prisión hecha de pensamientos que se deshacían al tocarlos.
Pero la grieta no se extinguía.
Porque no era memoria. Era instinto. Era deseo de estar con ella. No como humano. No como bestia. Como lo que fueran ahora.
Y entonces, tras lo que pareció una eternidad sin tiempo, la visión cambió.
Una figura apareció frente a él. La forma exacta de la criatura. Sus proporciones. Su respiración. Pero sus ojos… no eran suyos. Brillaban con una luz extraña. Fría. Hueca.
Tenía garras, sí. Pero no danzaban. Se arrastraban. Eran garras de obediencia.
El bosque había intentado copiarla. Como había copiado todo.
Y por un momento, Sebastián sintió el terror. No de ella. Del bosque.
Porque entendió que lo estaba intentando todo. Porque lo que tenía con ella no podía repetirse.
Entonces vino la voz. La que ardía en las grietas.
— No es ella.
Tres palabras que deshicieron el engaño.
Y como si el bosque se quebrara por dentro, la imagen falsa se deshizo en cenizas negras, aspiradas por raíces que ya no sabían a dónde crecer.
Y entonces, sin drama, sin estruendo, ella apareció.
No cayó. No emergió. Simplemente fue.
Estaba a su lado. Como si nunca se hubiera ido.
Sebastián no habló. Tampoco ella. Pero el vínculo pulsó entre los dos con más fuerza que cualquier visión.
Y el bosque tembló.
Porque no los había separado. Solo había reforzado el lazo.
La última embestida no fue física. Fue furia pura. Raíces que estallaban como látigos. Sombra que tomaba forma en versiones deformes de ellos. La parodia perfecta de su danza, copiada por criaturas que no entendían el ritmo, solo la forma.
Pero ellos no se rompieron.
Sebastián dio el primer paso. Ella giró a su alrededor.
No era ataque. Era música.
Cada movimiento era una nota. Cada golpe, una negación. Negación del control. Negación del miedo. Negación del bosque.
Y cuando la última sombra cayó, y las raíces se replegaron, no hubo grito final.
Solo un silencio seco. Como una retirada avergonzada.
El bosque no perdió. Pero tampoco venció.
Lo que sucedió fue otra cosa.
Una pausa. Un reconocimiento forzado.
La grieta no podía cerrarse.
Y en esa pausa, cargada de respiraciones contenidas, de tiempo sin forma, ella extendió una garra.
No como arma. Como gesto. Como la memoria de un gesto antiguo, perdido, de un niño que alguna vez fue humano, y de una criatura que nunca lo fue, pero que había nacido para estar a su lado.
Sebastián la tomó.
Y en ese instante, algo invisible se encendió entre ellos. No una chispa. No una llama. Sino una expansión silenciosa, como si su vínculo abriera una rendija en el cielo invisible del bosque.
La criatura no reaccionó. Solo lo sostuvo, y por primera vez, no hubo tensión en su garra.
Entonces, ambos sintieron un temblor distinto. No del bosque. De más allá.
Una visión los atrapó. No les fue impuesta: emergió de su contacto. Como si el universo quisiera mostrarles lo que sus cuerpos ya sabían pero sus mentes aún no recordaban.
Una torre torcida bajo un cielo de cenizas. Una ciudad enterrada en raíces que se alimentaban de recuerdos. Una figura encapuchada, de espaldas, que los miraba sin volverse.
Y al fondo, una voz nueva. Antigua. Que no era del bosque ni de las grietas. Era de algo más.
"Vengan. Ya han danzado bastante. Ahora deben aprender a respirar."
La visión se deshizo.
Sebastián soltó el aire. No sabía que lo había contenido.
La criatura dio un paso. Él la siguió.
Y por primera vez, no caminó solo.
Pero tampoco caminaba hacia el bosque. Ni huyendo de él.
Caminaba hacia la grieta.
Hacia el verdadero inicio.
Pasaron días. No de sol y luna, sino de respiraciones compartidas, de caminos nuevos que no estaban marcados. El bosque ya no los atacaba, pero tampoco los ignoraba. Era como si los observara desde las hojas, desde los líquenes colgados de las ramas, intentando entender aquello que se le había escapado.
Sebastián y la criatura no hablaban. No podían. Pero se comprendían. Aprendieron a moverse juntos sin mirar. A detenerse cuando el otro titubeaba. A comer, a descansar, a existir dentro de una armonía que ya no era reacción, sino voluntad compartida.
Ella cazaba, pero no por instinto. Le traía presas muertas y las dejaba cerca de él, observando en silencio cómo las tocaba, las comprendía, y luego las enterraba bajo raíces blandas. Y a veces, cuando el viento era suave, ella se acercaba y colocaba su cabeza cerca de su pecho, solo para escuchar su latido.
Sebastián aprendió a leer sus movimientos. Cuando se erguía, sabía que había peligro. Cuando su respiración se hacía más aguda, entendía que algo del bosque quería romper su tregua. Pero el bosque ya no se atrevía a más que eso: a pequeños gestos. A pruebas sutiles.
Una noche, mientras el mundo se dormía bajo una cúpula de ramas fosilizadas, la voz volvió. No la del bosque. La otra. La que había ardido en su interior como eco y destino.
"La grieta ya no es ruptura. Es camino."
Y Sebastián comprendió. Por fin.
No había vuelto a ser humano. Ni lo necesitaba. Tampoco se había rendido al bosque. Había aprendido a ser otra cosa. Algo entre.
Y no estaba solo en ello.
Desde lo alto de un risco cubierto de líquenes violetas, observó la llanura más allá del bosque. No era más clara. No era más amable. Pero era nueva.
Ella llegó tras él, silenciosa, y sin mirar lo imitó. Se sentó a su lado. No porque lo entendiera todo, sino porque compartían la misma dirección.
Más abajo, entre las raíces lejanas, una sombra los observaba. No atacó. No se movió. Solo los vigilaba.
El bosque no los perseguía. Pero tampoco los olvidaba.
Sebastián no lo temía. Porque ahora, cada paso que daba con ella, no era una huida.
Era un acto de afirmación.
El día comenzaba antes de que Sebastián abriera los ojos. No porque tuviera sueño o rutina. El bosque no permitía el descanso, y la noche no se diferenciaba del día, salvo por los sonidos: los árboles crujían menos y las raíces se movían más.
Dormía apoyado contra un tronco que no respirara. Había aprendido, a los golpes, que algunos inhalaban lento, casi imperceptibles, y si te recostabas contra ellos te despertaban con ramas enredadas en el pecho. Los evitaba. En su lugar, elegía aquellos que eran secos, duros, inertes… o al menos que parecieran estarlo.
A unos siete pasos de él, siempre la misma distancia, dormía la criatura.
O fingía hacerlo.
Nunca estaba seguro.
Ella se acostaba sobre su vientre, con las patas delanteras extendidas hacia delante como un felino grande, la cola enroscada como una raíz viva. Su cabeza, alargada, sin ojos visibles, se posaba sobre sus propias garras, y un zumbido suave la envolvía como una campana apagada. No era un ronquido. Era otra cosa. Un sonido que vibraba, que tejía. Sebastián lo sentía en las costillas más que en los oídos.
Durante las primeras noches, no durmió. Fingía, como ella. Se turnaban para cerrar los ojos, aunque ninguno se atrevía a mover un músculo si el otro cambiaba de postura. No había tregua, ni pacto, ni siquiera entendimiento. Solo una pausa tensa. Una guerra fría de miradas breves y respiraciones contenidas.
El bosque los dejaba.
No porque les concediera paz.
Porque observaba.
Los hongos que crecían cerca del claro brillaban más cuando estaban cerca. Las ramas crujían en dirección opuesta a sus pasos. El musgo se formaba con formas casi geométricas donde pisaban. Era como si el bosque tomara nota, cada noche, de cómo sobrevivían sin matarse el uno al otro.
La comida era un problema.
Sebastián apenas reconocía lo que era comestible. Desde que despertó en esta parte del bosque, no había ingerido nada que no supiera a hierro, a polvo, o a ceniza. Algunas raíces le habían quemado la garganta. Un hongo lo hizo vomitar durante dos días. Aprendió a oler primero, luego a tocar con la lengua y esperar si algo entumecía.
La criatura no lo ayudaba.
Pero tampoco lo ignoraba.
Durante la tercera noche — o lo que él creyó que era la tercera — , Sebastián se agachó a desenterrar un bulbo blanco que había visto a los ciervos deformes comer. Cuando lo tuvo en la mano, ella emitió un zumbido grave. No fuerte. No amenazante. Pero claro.
Sebastián lo entendió.
Dejó el bulbo. Lo lanzó lejos.
Horas después, cuando ambos descansaban en extremos del claro, ella dejó caer a su lado el cadáver de un roedor de ojos múltiples. No lo empujó. No lo ofreció. Solo lo dejó.
Él no lo tocó hasta que ella se alejó.
Lo cocinó — si cocinar era colocar piedras calientes sobre la carne — y lo comió en silencio.
Desde entonces, la comida llegó de esa forma. Sin contacto. Sin obligación. Ella cazaba y dejaba. Él comía y no agradecía. No porque no quisiera. Porque no sabía cómo.
Una noche, mientras recogía un líquido espeso que parecía petroleo pero no era eslo lo usa para hidratarse con las manos, la criatura se le acercó. No corriendo. No amenazante. Sólo caminó hasta él, muy despacio. Sebastián se quedó quieto, con las palmas llenas de el liquido negro turbio . La criatura olió sus muñecas. Luego giró la cabeza hacia el río — si se podía llamar río a una corriente de líquido negro que burbujeaba sin dirección — y gruñó bajo.
Desde entonces, Sebastián dejó de tomar líquido negrodirectamente. Esperaba a que ella revisara el lugar, a que hiciera ese gruñido bajo. Si no lo hacía, no bebía. Aprendió a seguir su juicio, sin admitirlo, sin mostrarlo. Solo con actos.
Dormir se volvió más fácil cuando la criatura comenzó a rugir de madrugada.
Era un rugido corto. Sordo. Como si llamara al bosque. Pero cada vez que lo hacía, las ramas dejaban de moverse por unos segundos. Como si el bosque respirara con ella. Sebastián no entendía, pero aprovechaba esos momentos para dormir. Nunca más de una hora seguida. Pero eso bastaba.
Una noche, mientras se giraba en el suelo, el brazo de Sebastián rozó una raíz. No una del bosque. Una de ella. La garra trasera estaba cerca. Muy cerca. Ella no se movió. No retrocedió. No gruñó.
Esa noche, durmieron a un paso de distancia.
No más.
Pero era un cambio.