No hubo despedida del refugio. Las Montañas Sangrientas no ofrecían caminos. Solo vetas. Heridas. Cortes abiertos en la piedra que no cicatrizaban nunca. Cada paso que daban Sebastián, la bestia y la tortuga era una intrusión, un roce con una piel que no olvidaba el dolor.
Avanzaban en fila tensa, sin sonidos que no fueran respiración y crujido. La escarcha sobre la roca se teñía de óxido con su contacto. El suelo, más que firme, parecía soportarlos a regañadientes, como si calculara cuánto más podía aguantar antes de abrirse en abismo. Sebastián iba al frente, los pies desnudos masticando el filo de las piedras. El cuerpo no sangraba fácilmente ya, pero cada herida que emergía se fundía con la anterior como una constancia, no como una novedad.
El primer día de marcha no terminó. Solo se transformó en noche sin advertencia.El cielo no cambiaba de color, pero el aire se hacía más pesado. Más delgado. Como si la atmósfera redujera su oxígeno a propósito, para probar cuántas veces un cuerpo puede respirar sin aire.
Caminaron durante lo que Sebastián percibió como una jornada doble. Las pendientes se volvían más abruptas. Las paredes se cerraban. A ratos, debían trepar túneles que se contraían como gargantas minerales, y otras veces descender resbalando sobre placas inclinadas cubiertas de sangre coagulada.
Entonces, sin aviso, el primer ataque.Una sombra caída desde un risco: sin rugido, sin advertencia, solo el impacto seco de una criatura con mandíbulas laterales y espinas en las patas. Sebastián no retrocedió. Giró con el cuerpo completo, esquivó sin pensar, y dejó que su codo impactara la base del cráneo enemigo. Un sonido seco, como de médula partiéndose. La criatura convulsionó y cayó.
No necesitó armas. Su cuerpo era suficiente.Pero no era una. Eran cinco.
Las otras figuras cayeron en cascada. Bestias de piel dura y garras vibrantes, con movimientos coreografiados por el hambre.La tortuga se plantó firme. La bestia se agazapó.Y Sebastián… se soltó.
Sin rugir, sin pensar, con un ritmo que su sangre dictaba por sí sola. Sus nudillos eran mazas. Sus talones, cuchillas. El pecho absorbía embates como si los inhalara. Cada vez que una garra rasgaba su carne, otra parte del cuerpo respondía con más presión, más violencia.
Quebró una espina con la mandíbula.Pisó una cabeza hasta partirla en dos.Giró sobre su propio eje y embistió con la espalda un torso enemigo, rompiéndolo por dentro.
Cuando el último ser cayó, Sebastián estaba cubierto de sangre. Pero no jadeaba. El corazón de espinas latía con constancia, sin urgencia. La bestia lo observaba. La tortuga no se movía.
El suelo se tragó la sangre con lentitud. Como si la montaña reconociera el valor de la ofrenda.Sebastián no dijo nada. Solo se inclinó, recogió un fragmento de costilla enemiga y la usó para marcar una cruz en la roca. Un rastro. Un testimonio.La marcha siguió.
El viaje era castigo, pero también comunión. Cada día avanzaban, cada noche dormían bajo la mirada encorvada de montañas que parecían observarlos desde milenios atrás. Y cada combate —porque siempre había combates— era más brutal, más largo, más puro.
Pero Sebastián no blandía armas.No usaba herramientas.No pronunciaba nombres.Solo golpeaba.Solo sobrevivía.
Y su cuerpo —más espeso, más duro, más silencioso— comenzaba a comprender algo que las palabras no podían traducir: que no era el mundo quien debía respetarlo, sino su carne la que debía fundirse con el mundo, hasta que ambos fueran lo mismo.Una sola función.Una grieta que camina.
La grieta que camina… no se detiene.No porque tenga destino.Sino porque detenerse implicaría recordar quién fue.
Las Montañas Sangrientas se alzaban a cada lado como mandíbulas abiertas. No eran solo rocas. Eran historias comprimidas. Lomas que se alzaban como cicatrices. Paredones cubiertos de sal de sangre. Cavernas que murmuraban con voces que ningún idioma podía traducir.
Sebastián no hablaba.No pensaba.Solo recorría.
El corazón de espinas marcaba el paso. Un latido por cada metro. Un retumbo por cada colina. Las plantas de sus pies ya no sentían la piedra: la absorbían. La entendían. Leían su forma antes de pisarla, como si el cuerpo hubiese aprendido a negociar con el filo.
Atravesaron tres quebradas.
La primera exhalaba un vapor rojo que no quemaba, pero quemaba.No en la piel, sino en los músculos, que temblaban bajo el aire como si recordaran todas las veces que fueron desgarrados.Sebastián caminó a través.No se cubrió el rostro.No parpadeó.
Los ojos ardieron.Las pestañas se encostraron.Y siguió.
La segunda quebrada era de roca viva.No por estar caliente.Sino porque latía.Cada piedra pulsaba, cada pared tenía un ritmo propio.
Allí, la tortuga se detuvo. Agachó la cabeza. Como si saludara a un pariente viejo.
Sebastián, en cambio, la trepó.No con fuerza.Con método.
Sus dedos hundieron raíces entre grietas.Sus pies arañaron el mineral hasta formar peldaños.Y cuando alcanzó la cima, no celebró.Solo escupió sangre y descendió del otro lado.
La tercera quebrada estaba sembrada de cadáveres.Fosilizados.Bestias, humanoides, reptiles. Algunos atrapados en el acto de luchar. Otros abrazando su propia sombra.
Sebastián los miró. Uno a uno.No con compasión.Con estudio.
Vio un cuerpo de cuatro brazos cubierto de espinas negras.Le arrancó un hueso. Largo, curvo. Se lo llevó a la boca.
No para usarlo.Para probarlo.
Lo masticó.El sabor era a óxido y desesperación.Lo tragó.
El cuerpo no rechazó la sustancia.La asimiló.Y entonces siguieron.
Los días ya no se contaban por el sol.El resplandor oxidado nunca cambiaba.
Lo que cambiaba era la textura del viento.El sonido bajo la tierra.El espesor de la sombra.
Durante dos jornadas, no comió.No bebió.La bestia cazó una criatura con cabeza de yunque y patas líquidas. La devoró sin compartir.
Sebastián no pidió.Tampoco se ofendió.