Nada se movía.Y, sin embargo, todo comenzaba a transformarse.
Narka seguía detenido, con sus patas clavadas en la tierra como raíces que dudaban si crecer o resistir. Sus ojos permanecían cerrados. No por debilidad, sino por algo más profundo: por haber elegido ser testigo desde el silencio. Desde la ausencia de ego. Desde la grieta que deja haber querido pertenecer… y no poder.
El Valle escuchaba.No con oídos.Con grietas.Y en cada una, algo latía. No como un corazón. Como un juicio.
Los cuerpos de Sebastián y Virka seguían inertes sobre el caparazón del coloso. No dormidos. No despiertos. Suspendidos en una especie de entre: entre la herida y la sanación, entre el derrumbe y la raíz, entre la pregunta y el silencio.
Y entonces, algo cambió.
Primero, un temblor leve en los minerales que los sostenían. No era amenaza. Era ritmo. Como si los cristales comprendieran que había llegado el momento… no de mostrarles más, sino de pedirles algo.
La respiración de Sebastián se volvió pesada. No por el cuerpo, sino por la memoria. Cada inhalación arrastraba los residuos de lo que había visto. Cada exhalación, el peso de lo que no había podido decir.
Y Virka...Virka no respiraba igual.Su pecho subía y bajaba como si en su interior aún lucharan dos especies distintas: la bestia que no comprendía el dolor… y la humana que no podía dejar de sentirlo.
Fue Narka quien lo sintió primero.No con los ojos.Con el lomo.
Los dos comenzaban a reaccionar. Pero no como quien despierta de un sueño.Sino como quien empieza a habitar su propio derrumbe.
El Valle ya no ofrecía visiones.Ahora los invitaba a elegir.
Y esa elección no era simple.Porque para aceptar el daño, primero hay que aceptar que uno ya no puede volver a ser quien fue.
Sebastián abrió los ojos.Lentos.Rojos.No con furia. Con peso.El mismo peso que traen los recuerdos cuando dejan de doler y empiezan a moldear.
No dijo nada.Solo giró el rostro.A su lado, Virka también se movía.Un temblor leve en sus dedos.Una contracción sutil en la mandíbula.Y luego… una respiración.Profunda.Distinta.Como si el aire ya no le fuera ajeno.
Y en ese instante exacto…el Valle habló.
Pero no con palabras.Sino con cuerpo.Con entorno.
El paisaje volvió a latir.No como antes.Ahora era más claro. Más definido. Las sombras se plegaban. Las formas se delineaban. Como si el mundo supiera que ellos ya no eran víctimas, sino materia lista para ser refundida.
Y fue entonces que ocurrió.
Desde el suelo, justo frente a Narka, surgieron raíces negras.No como amenaza.Como brazos.Lentos, rugosos, fibrosos. No querían atraparlos.Querían tocarlos.Leerlos.Invadirlos no desde fuera, sino desde las grietas que ellos mismos habían abierto.
Sebastián lo supo.
—Nos está… asimilando.
Su voz fue un susurro, pero en el Valle todo eco tiene cuerpo.
Virka no respondió.Pero su mano —aún unida a la de él— se tensó.
Y ese gesto...ese pequeño gesto...fue suficiente para que el mundo entendiera que estaban listos.
Listos no para luchar.Listos para caer de nuevo, pero esta vez… con los ojos abiertos.
Sebastián cerró los ojos.No para escapar.Sino para permitir.
Porque algo —no un pensamiento, sino un pulso— le dijo que el Valle ya no era un enemigo a vencer, sino una voz que debía escuchar.
Y entonces no cayó.Se disolvió.
No fue un descenso como antes.Fue una abertura.Un desgarro interno, no causado por el Valle, sino por la voluntad de dejarse alcanzar.
La espiral en su ojo, esa que había girado durante días, durante vidas, durante todo lo que no se nombra, por fin encontró grietas.No en el mundo.En él.Y se metió.Sin violencia.Sin permiso.Sin esperanza de retorno.
Primero, el nombre."Sebastián."
Sonó ajeno.Como un eco mal recordado.Como una palabra dicha por alguien más.Por alguien que ya no estaba.
Luego, el cuerpo.Desapareció su peso, su textura, su musculatura forjada a golpes y hambre.Ya no era el niño endurecido por la montaña.Ya no era el sobreviviente de Draila.Ya no era nadie.Solo conciencia.
Conciencia desnuda.Vulnerable.Abierta como una herida expuesta al viento.
El espacio donde se encontraba no era un lugar.Era un reflejo.Un punto exacto entre el pasado que lo perseguía y el futuro que aún no quería alcanzarlo.Un umbral que no se cruza con los pies.Solo con rendición.
Allí, los pensamientos no eran pensamientos.Eran voces.Fragmentos de sí mismo.Trozos sueltos de versiones que no terminaron de nacer ni de morir.
—¿Para qué sirves, si no sabes a quién proteger?—¿Qué vale tu fuerza, si no puedes evitar que te pierdas a ti mismo?—¿Qué construyes, si todo lo que tocas termina sangrando?—¿Qué amas, si el amor te obliga a volverte algo débil?
Eran voces viejas. Rojas. Algunas infantiles, otras recientes.Y una nueva:Una que no tenía edad.Solo verdad.
—No has peleado contra el Valle.Has peleado contra ti.Porque si alguna vez aceptas quién eres…dejarás de tener excusas para seguir sobreviviendo como lo haces.
Sebastián no se defendió.No podía.No quería.
Porque cada frase tenía la forma exacta de sus grietas.Cada palabra calzaba en una herida que nunca había sabido nombrar.
Y entonces, lo entendió.
No todo de golpe.No como revelación.Como aceptación gradual.
El Valle no quería destruirlo.No quería mostrarle quién había sido.Quería dejarlo frente a lo que podría llegar a ser…si no decidía.Si no elegía.Si no asumía.
No era una visión.Era el preludio de la última prueba.De la real.Esa que no se libra en sangre ni huesos, sino en lo que uno decide construir con las ruinas que le quedan
Y eso lo aterrorizó más que cualquier criatura, más que cualquier golpe.Porque ya no había nadie a quien culpar.Ni al mundo.Ni a su pasado.Ni a los fantasmas que lo empujaron a endurecerse.Solo él.Él, ante sí mismo.Él, ante la posibilidad de no tener propósito.Él, frente a la pregunta definitiva: