Donde el juicio termina… y la naturaleza comienza a devorar.
No hubo despedidas.
El Valle no se cerró. No rugió. No los maldijo ni los bendijo. Solo se detuvo.
Como un testigo que, tras haber visto suficiente, elige volverse sombra.
Como una grieta que ya no necesita reflejar, porque ha cumplido su propósito.
Y ellos… simplemente siguieron caminando. No huyeron. No buscaron descanso. Solo avanzaron.
Como quien ha sido desollado por dentro y entiende que detenerse… sería volver a ser carne para el eco.
La tierra comenzó a cambiar sutilmente. Las raíces oscuras cedieron su lugar a un suelo más seco, agrietado, cubierto de polvo cobrizo.
Las formas oníricas quedaron atrás, y el mundo volvió a definirse con líneas claras… demasiado claras.
Ya no había distorsión. Ahora todo era brutalmente real.
Fue Virka quien lo notó primero. No con los ojos. Con el cuerpo.
Su piel temblaba de otra manera. No por metamorfosis, sino por alerta.
La atmósfera ya no los leía. Los evaluaba.
Sebastián se detuvo al borde de una colina. No era alta, pero desde allí, el paisaje completo se abría como un lienzo teñido de rojo.
Una pradera. Hermosa. Inmensa. Vasta como una promesa vacía.
Hierba alta hasta las rodillas, meciéndose al ritmo de un viento que no silbaba… sino que acechaba.
Roja. Todo era rojo. Como si la sangre que no se derramó en el Valle se hubiera vertido aquí.
—Este lugar… se ve vivo —dijo Sebastián, con voz neutra.
—Lo está —respondió Narka, sin girar el cuello—. Pero no en el sentido que deseas.
Avanzaron. Poco a poco, la pradera los tragó.
El suelo era firme pero irregular. Pequeños montículos, grietas ocultas, zonas donde la hierba se volvía más densa, casi sólida.
Y allí, entre las briznas, ojos. No brillaban. No se movían. Solo observaban, esperando que el error comenzara primero que el paso.
No fueron atacados. Porque el peligro en la pradera no corría.
Cazaba con paciencia.
Los días comenzaron a pasar. No hubo chozas. No hubo hogueras.
Solo la hierba como cama, el cielo desnudo como techo y el instinto como guía.
Sebastián hablaba poco. Observaba.
Cada noche era diferente.
Cada amanecer traía una nueva criatura acechando desde lejos. Nunca las mismas.
Algunas parecían flores, hasta que se cerraban como fauces.
Otras imitaban el sonido de Narka para atraerlos hacia trampas naturales.
Las piedras hablaban. No con voces. Con posición. Algunas eran reales, otras, caparazones de criaturas durmientes.
Todo era hermoso. Todo podía matar.
Y eso… lo fascinaba.
No era un entrenamiento físico. Era un ajuste de alma.
El cuerpo ya había sido quebrado.
Ahora debía volverse herramienta. Precisión. Rutina. Respuesta.
Y en esa pradera teñida de rojo, Sebastián descubrió algo nuevo:
no se trataba de ser más fuerte.
Se trataba de ser más exacto.
Más paciente. Más consciente del espacio, del tiempo, del terreno.
Más parecido a la muerte que espera… que a la furia que grita.
Esa noche, el aire cambió de temperatura con lentitud.
El sol se deshacía como una herida anaranjada tras los matorrales, y la brisa arrastraba un aroma dulce, floral, casi narcótico.
Sebastián, sentado sobre una raíz petrificada, repasaba en su mente los movimientos de las criaturas que había observado en los últimos dos días.
Tomó una decisión.
Se levantó sin anunciarlo.
Ajustó la cinta que sujetaba su cabello, se ató los pies con tiras de tela arrancadas de su propia camisa y se marchó sin llevar más que su cuerpo y su hambre.
Caminó sin mirar atrás.
Narka no se movió.
Virka solo ladeó la cabeza.
No había necesidad de palabras.
Él necesitaba entender. Con el cuerpo. Con el error.
El primer día, el mundo no lo atacó. Lo observó.
Sebastián midió cada paso.
Tocaba las hojas con el dorso de la mano, sentía la presión del viento antes de pisar, reconocía las zonas donde el suelo sonaba hueco al presionarlo.
Una vez, se agachó a estudiar un arbusto que parecía vibrar.
Descubrió, bajo sus hojas, un enjambre de insectos cuyo veneno carcomía roca por contacto.
Ese día no comió. Tampoco bebió agua.
Encontró una planta de tallo grueso que expulsaba un líquido espeso, amargo, pero tolerable.
Lo lamió con cautela. No lo mató.
Lo marcó en su lengua. Lo memorizó.
Esa savia sería su fuente de hidratación.
Durmió poco.
Cada vez que cerraba los ojos, una pisada distinta resonaba cerca.
La pradera aún no lo aceptaba.
El segundo día, Sebastián identificó rastros.
Huellas finas, repetitivas.
Excremento seco.
Una criatura con patas delgadas y pelaje blanco como ceniza.
Sus movimientos eran cíclicos. Su ruta, constante.
La siguió sin interrumpirla.
Memorizar su patrón le llevó casi medio día.
Cuando anocheció, eligió su punto de acción.
No usó herramientas.
Su cuerpo era la trampa.
Esperó, acostado sobre el vientre, controlando su respiración.
Se cubrió con barro rojo y hojas secas.
Cuando la criatura pasó junto a él, giró apenas el torso y estiró el brazo como lanza.
El impacto no fue limpio.
Hubo forcejeo.
Recibió un zarpazo. Lo esquivó con el antebrazo y rodeó el cuello del animal con sus piernas.
Tardó en matarlo. Pero lo logró.
Sin herramientas. Sin ayuda.
Solo control de peso, de ritmo, de espera.
No celebró. Lo cargó en silencio.
Al tercer día, encontró un claro bajo un árbol muerto.
Desolló al animal con sus uñas endurecidas y sus dientes.
Separó tendones. Midió longitudes.
No dibujó sobre piedra.
Usó su antebrazo como lienzo.
La sangre marcó patrones que había visualizado:
fuerza de empuje, distribución muscular, flexión del salto.
Memoria anatómica. Geometría de la presa.