Habían pasado dos años.
No se midieron en estaciones ni en lunas.
Se midieron en ciclos de tierra removida, en silencios que pesaban como rocas, en la forma en que los cuerpos ya no respondían igual.
El bioma seguía igual de rojo.
Pero Virka ya no.
El cambio no fue repentino.
Fue progresivo, casi imperceptible… como si su forma humana hubiese madurado a base de memoria, instinto y necesidad.
Ahora tenía doce años.
Pero su cuerpo se acercaba, lenta y naturalmente, a una forma que evocaba los quince.
No por aceleración… sino por dirección.
Su espalda se había enderezado.
Sus piernas, antes cortas y tensas, se habían alargado con simetría animal y postura humana.
Sus brazos colgaban con firmeza. Los dedos ya no buscaban tierra, sino equilibrio.
Su cabello negro, más liso y largo, caía por la espalda hasta la cintura, con mechones gruesos que a veces se enredaban con las espinas del entorno.
Ya no tenía la mirada salvaje de antes.
Ahora era fija, densa.
Una mirada que escuchaba antes de responder.
Los ojos rojos no habían perdido intensidad.
Pero habían cambiado en otra cosa:
Ya no buscaban protección.
Ahora vigilaban.
Medían.
Pensaban.
El rostro era más anguloso, más definido, con la boca casi siempre cerrada, como si midiera cada respiración.
Sus movimientos eran fluidos, sin brusquedad, pero con una potencia contenida.
Cada gesto parecía preparado para ser respuesta… nunca súplica.
Esa no era una niña.
Era una presencia construida para caminar junto a alguien…
pero también sola, si debía hacerlo.
Narka la observaba desde una saliente rocosa.
No hablaba mucho, pero la miraba siempre.
Como si esperara que en algún momento dejara de cambiar.
Pero eso nunca ocurrió.
Una noche, mientras el cielo seguía rojo y el calor subterráneo se sentía más cerca que nunca, Narka habló:
—Has crecido demasiado.
Virka no detuvo su movimiento. Estaba girando el torso sobre una pierna firme, simulando un ataque evasivo que recordaba su forma bestial.
—No sabía cuánto crecer necesitaba —respondió sin mirarlo.
—¿Y ahora lo sabes?
Virka se detuvo, respiró profundo y se acercó.
Se sentó a su lado. No con delicadeza. Con firmeza.
Como si ocupara el lugar que le correspondía.
—Todavía no —dijo—. Pero ya no crezco por sobrevivir. Ahora crezco para esperarlo.
Silencio.
Narka entrecerró los ojos.
—¿Aún lo sientes?
Ella asintió sin palabras.
—La marca no se apaga —dijo, tocándose el pecho con dos dedos—. A veces duele… otras solo arde. Pero nunca se calla.
Nunca se rompe.
Es como si él… aún me hablara.
No con voz.
Con existencia.
Narka cerró los ojos. El suelo vibró levemente bajo sus patas.
—Yo también lo siento. Pero lo mío no es conexión.
Es memoria.
Es el rastro de lo que alguna vez caminó sobre esta tierra con voluntad…
y aún no ha terminado de hacerlo.
Virka se recostó, mirando el cielo sin estrellas.
—¿Sabes qué es lo que más me asusta?
—¿Que no regrese?
—No —dijo—. Que regrese y no lo reconozcamos.
Narka no respondió.
—Han pasado dos años —continuó Virka—. Y todo aquí cambió.
Yo cambié.
Tú... hasta tú pareces más lento, Narka.
El coloso no respondió. Solo rió por dentro, como si no necesitara defenderse.
—¿Crees que él cambiará más que nosotros?
—Él no cambia —dijo Narka—.
Él se revela.
Como una piedra que deja caer la tierra que la cubría.
Virka se quedó en silencio.
Sus ojos se cerraron lentamente.
Sus labios se apretaron.
—Cuando vuelva —dijo, casi en un susurro—...
no quiero que piense que lo esperé.
Quiero que vea que lo acompañé, incluso sin estar a su lado.
El día no comenzaba con luz.
En la Pradera de Sangre, lo único que cambiaba era el peso del aire.
Cuando el viento se espesaba, cuando las hojas se doblaban hacia el suelo y no hacia el cielo…
eso era señal de que el ciclo se reiniciaba.
Virka lo notaba antes que Narka.
Abría los ojos cuando los tallos más cercanos a su piel vibraban apenas, como si recordaran algo que aún no ocurría.
Esa mañana —si podía llamarse así— se levantó sin apuro.
No estiró el cuerpo.
No bostezó.
Simplemente se puso de pie, como si no existiera la diferencia entre descanso y acción.
Caminaron juntos sin decir una palabra.
Narka detrás.
Ella adelante.
No porque lo liderara.
Sino porque era su turno de caminar primero.
Atravesaron una zona de hierba enmarañada que olía a hierro oxidado.
Virka colocó una mano sobre el tallo más grueso y lo apartó con cuidado, sabiendo que muchas de esas plantas reaccionaban al tacto.
Eran trampas vivas.
La Pradera no aceptaba la costumbre.
—Aún huele a cadáver en esta dirección —murmuró.
—Entonces aún no es territorio vacío —respondió Narka.
Siguieron.
Llegaron a una planicie irregular donde las raíces sobresalían como venas retorcidas.
Ahí, Virka comenzó su entrenamiento.
No imitaba movimientos.
No repetía secuencias.
Solo reaccionaba al entorno, como si conversara con él.
Una raíz se elevó, desequilibrándola.
Ella no cayó. Se giró sobre un pie, bajó el torso y dejó que la otra pierna barriera el suelo.
No como ataque.
Como adaptación.
Saltó sobre una piedra agrietada, giró en el aire, y al caer se impulsó hacia un tallo flexible que usó como soporte para proyectarse en otra dirección.
Era movimiento puro.
No diseñado.
No memorizado.
Era cuerpo que respondía sin pedir permiso.
Narka la miraba, sin elogios ni juicios.
Solo presencia.
—¿Sabes? —dijo de pronto—. A veces pareces más Sebastián que tú misma.