El aire seguía vibrando.
Sebastián se había marchado hacía días.
Pero el vacío que dejó no era silencio…
Era densidad.
Virka caminaba sin hablar. Su cuerpo de doce años —cada vez más parecido a una adolescente en maduración— ya no cargaba la torpeza de la forma prestada. Sus pasos no eran de niña. Eran de alguien que, sin palabras, sentía una dirección.
Y esa dirección… apuntaba a él.
Desde que Sebastián se fundió con la tierra para cultivar, la marca que compartía con ella —esa conexión más antigua que el habla— se había mantenido latente.
Caliente.
Viva.
Pero ahora…
Ahora vibraba.
No como advertencia.
No como peligro.
Sino como una campana que, al ser tocada, recuerda al metal que puede cantar.
Virka sentía su Qi.
Ya no era solo calor neutro o energía de supervivencia.
Era… voluntad estructurada.
Y, lo más extraño: era hermoso.
Como si cada espiral de Qi en el entorno llevara parte del dolor que compartieron… transformado en algo que no lastima, sino que guía.
Cerró los ojos, y la imagen de Sebastián emergió como una pintura mental:
Él, de pie.
Más alto.
Más marcado.
Con una grieta invisible en su centro, y un poder que ya no buscaba gritar… sino sembrar sentido.
—No se ha roto —susurró.
Narka giró apenas la cabeza.
—¿La marca?
—Nosotros —dijo ella.
El viejo tortugo no respondió de inmediato. Pero su caparazón brillaba débilmente, como si incluso los minerales de su cuerpo pudieran escuchar el Qi que Sebastián había dejado en el viento.
—No está ausente.
Solo… se está expandiendo.
Virka se sentó sobre una roca inclinada, donde solían compartir el silencio.
Sus manos descansaron sobre sus rodillas.
Miró al cielo rojizo de Draila.
Sin noche.
Sin día.
Solo ciclos.
—¿Crees que volverá igual? —preguntó ella.
Narka cerró sus párpados como si esa pregunta fuese más compleja que cualquier técnica.
—El que se va por el Dao… nunca vuelve.
Pero tal vez… nos espera un poco más cerca de sí mismo.
La niña no contestó. Solo bajó la cabeza, como si aceptara que esa transformación —aunque necesaria— dolía.
Porque él ya no era el mismo.
Pero aún era él.
Y eso bastaba.
Porque el vínculo no era una cuerda.
Era una raíz.
Y las raíces… no piden permiso para crecer. Solo lo hacen.
Mientras tanto, la Pradera de Sangre comenzaba a cambiar de nuevo.
El Qi en el ambiente giraba con una forma distinta.
Y tanto Virka como Narka lo sabían.
Él estaba caminando un nuevo tramo.
Uno que ya no construía solo con cuerpo…
sino con sentido.
El viento no era viento.
Era Qi.
Y por primera vez… Sebastián lo supo.
No porque lo viera.
Sino porque lo sentía deslizarse por su piel, no como aire, sino como dirección.
Caminaba entre piedras afiladas, con el torso descubierto, los músculos marcados por años de guerra muda. Su pulsera roja seguía ajustada al bíceps, manchada por el paso del tiempo, pero intacta.
El cuerpo ya no era un recipiente.
Era un lenguaje.
Y en su centro, la grieta… giraba.
No con hambre.
Sino con propósito.
El Qi que lo envolvía —traslúcido, girando lentamente a su alrededor— se curvaba según su voluntad. No se proyectaba como fuego, ni se disparaba como rayo.
Era una atmósfera.
Una zona.
Sebastián la sentía expandirse desde el abdomen.
Y, con solo pensarlo, esa energía se alejaba de su piel unos centímetros más…
…como si estuviera abriendo una flor invisible hecha de intención.
Su respiración era profunda.
Sus pasos, controlados.
No cazaba.
No entrenaba.
Meditaba caminando.
Porque ahora sabía que su Dao no se construía con técnicas, ni con golpes.
Su Dao era habitar el instante donde la voluntad se convierte en forma.
Una criatura surgió entre las sombras.
No hizo ruido.
Pero la presión que traía consigo hablaba de niveles que en el pasado habrían sido inalcanzables.
Un ser cuadrúpedo, cubierto de espinas negras, con un hocico como hacha doble y ojos cubiertos por membranas grises. No emitía rugido. Solo caminaba, rodeando a Sebastián con lentitud… como si buscara encontrar una grieta no en su cuerpo, sino en su convicción.
Sebastián no se tensó.
No elevó guardia.
No hizo de su Qi una armadura.
Lo hizo un terreno.
Y al entrar el enemigo en ese campo…
Todo cambió.
El Qi se densificó, como si cada partícula del aire se hubiera llenado de gravedad.
La bestia sintió el peso.
El suelo pareció más profundo.
Las piedras… más cortantes.
Sebastián dio un solo paso hacia adelante.
El Qi se condensó en su palma.
No como un puño.
Sino como una intención giratoria.
La criatura saltó, rápida, con sus espinas brillando en el aire.
Y en ese instante…
…la zona se cerró como un puño invisible.