Sebastián cruzó el umbral sin palabras.
El suelo dejó de ser tierra.
No crujía.
No temblaba.
Respiraba.
Cristales surgían desde los costados como si brotaran de un plano más antiguo. No eran reflejos. Eran presencias. Fragmentos de sí mismo congelados en estados que no recordaba haber vivido… pero que lo reconocían.
El cielo no existía.
Solo un abismo vertical de espejos partidos, flotando como cuchillas que sostenían el aire. Cada uno mostraba versiones distorsionadas de él mismo: un niño arrodillado… un anciano con los ojos vacíos… una criatura sin rostro cubierto de sangre seca.
No hubo advertencia.
Solo un paso…
Y su cuerpo se sintió más liviano.
Como si el peso real no fuera físico.
Sino memoria.
—Este bioma… no busca matarme —susurró.
Y la voz rebotó.
No una, sino cientos de veces.
Pero no eran ecos.
Eran voces. Su voz. En otros tiempos. En otras formas.
Algunas gritaban.
Otras reían.
Una, simplemente lloraba.
La grieta en su abdomen giró con violencia.
Como si intentara devorar los fragmentos de sí mismo que flotaban.
Pero no podía.
Porque aquí, lo que dolía… no se podía tragar.
Caminar fue como deslizarse sobre pensamientos sólidos.
A cada paso, un nuevo espejo se alineaba frente a él.
Y ninguno mostraba su reflejo actual.
Todos mostraban posibilidades.
—Esto no es una prueba de fuerza —dijo, deteniéndose ante un cristal que lo mostraba sonriendo, rodeado de personas que nunca conoció—.
Es una prueba de intención.
Pero los cristales no respondían.
Solo lo rodeaban.
Como si esperaran que él fuera quien hablara primero.
Cerró los ojos.
El Qi vibró bajo su piel.
Pero no como energía.
Como conciencia.
La Grieta de los Espejos no necesitaba violencia.
Exigía algo más letal:
Verdad.
Y Sebastián, por primera vez en mucho tiempo… sintió miedo.
No de morir.
Sino de ver.
Verse.
Por completo Por completo.
Se sentó.
No como quien se rinde.
Sino como quien entiende que el combate ahora venía desde adentro.
El suelo cristalino no era frío ni cálido.
Era neutral.
Perfecto para cultivar.
O para ser consumido.
Sebastián cruzó las piernas.
La grieta en su abdomen giraba, dispuesta.
El Qi comenzó a fluir como bruma translúcida en espiral.
—Solo es cultivo —murmuró, cerrando los ojos.
Pero el bioma no lo permitió.
Un ruido sordo.
Como un cristal astillándose desde dentro.
Y al abrir los ojos, Sebastián ya no estaba solo.
Frente a él, a pocos pasos, se encontraba un reflejo que no venía del espejo…
sino de la grieta misma.
Era Sebastián.
Pero no el que es.
Ni el que fue.
Era el que pudo haber sido.
El reflejo caminó descalzo sobre el cristal sin emitir sonido alguno.
Sus ojos no mostraban Qi.
Mostraban odio.
No hacia los demás.
Sino hacia sí mismo.
—¿Eso vas a hacer aquí? —preguntó el reflejo, con voz idéntica pero vacía—.
¿Sentarte? ¿Respirar?
Sebastián no respondió.
—Siempre lo mismo… —siguió la figura—.
Cultivar. Controlar. “Encontrarte”.
Como si no supieras lo que realmente eres.
Sebastián se incorporó.
Sin rabia.
Pero sin sumisión.
—Sé lo que soy —dijo.
—¿De veras?
El reflejo levantó una mano.
Y el Qi de su cuerpo se deformó.
No giraba como una técnica.
Se extendía como enfermedad.
—Yo también cultivé —gruñó el otro Sebastián—.
Pero no me hice más sabio.
Solo más peligroso.