El cielo no había cambiado.
Seguía rojo.
No por furia. No por fuego. Sino por hábito.
Como si la Pradera de Sangre no recordara otra forma de mirar al mundo.
Y Sebastián, de pie sobre esa tierra que lo había moldeado, sintió que nada —excepto él— era distinto.
Había vuelto al lugar donde su cuerpo se había tallado con dolor.
Pero ahora, llevaba algo más que cicatrices.
Llevaba silencio.
Un tipo de silencio que no pesaba por ausencia de sonido… sino por exceso de comprensión.
El viento seco le rozaba el rostro. Las hierbas carmesí se curvaban a su paso, como si reconocieran los pasos que habían quemado raíces en aquel suelo.
No buscaba comida.
No buscaba refugio.
Buscaba un enemigo.
Pero no uno cualquiera.
Uno con sangre antigua. Con linaje maldito.
La criatura con esencia de dragón que había sentido antes de partir hacia la grieta.
Un eco latente de poder.
Y ahora, ese eco era un faro.
Sebastián cerró los ojos y expandió su Qi, no como un ataque ni como defensa, sino como percepción pura.
El aire crujió a su alrededor.
Las partículas invisibles temblaron.
Y el mundo… respondió.
No con palabras.
Con tensión.
Al sur. Muy lejos. En la frontera donde la pradera se traga a los vivos y escupe huesos… allí estaba.
Una presión antigua.
Una presencia que no se escondía.
Solo esperaba.
Sebastián abrió los ojos.
No dijo nada.
Solo caminó.
Cada paso era firme, pero no por la tierra que lo sostenía, sino por la decisión que lo empujaba.
No era venganza.
No era orgullo.
Era necesidad.
Necesidad de saber si, ahora, era capaz de enfrentar lo que antes apenas entendía.
No como prueba de fuerza.
Sino como espejo de su avance.
Las horas pasaban, pero ya no contaba el tiempo como antes.
El Qi lo acompañaba como una segunda piel.
El Dao, como una voz baja que ya no interrumpía, pero siempre susurraba.
La sangre de dragón.
El monstruo.
La criatura que rugía con historia ajena y odio heredado.
No era su enemigo.
Era su medida.
Y Sebastián iba a buscarla.
No por destino.
Por decisión El viento dejó de moverse.
Como si también esperara.
Frente a Sebastián, la pradera se abrió.
No con violencia.
Con respeto.
El suelo tembló en ondas suaves. La sangre de la tierra, que manchaba las raíces de todo lo vivo, pareció retroceder por un instante.
Y entonces… la vio.
Una silueta descomunal, apenas visible entre los vapores rojos. No era un dragón.
Pero tampoco una bestia común.
Era algo que había probado ese linaje…
y lo había digerido.
Su piel estaba marcada por escamas que no brillaban, sino que absorbían la luz.
Sus ojos no eran rojos, ni amarillos, ni blancos.
Eran huecos.
Como si no necesitara mirar, porque el mundo entero ya le pertenecía.
Sebastián no retrocedió.
Tampoco avanzó.
Solo respiró.
Y al hacerlo, su Qi se desplegó en un solo pulso, como un latido extendido sobre la pradera.
El impacto fue inmediato.
No tocó a la criatura.
Pero ella lo sintió.
Y respondió.
Una onda invisible partió el suelo entre ambos. No como ataque. Como afirmación.
Sebastián bajó la cabeza un instante.
Nivel 7.
Era lo que marcaba su percepción.
Pero la presión no cuadraba.
La energía no mentía.
Ese ser… no era un nivel 7 cualquiera.
Ni siquiera un 8.
Era poder condensado en carne, afilado por el tiempo.
Un monstruo que, si eligiera pelear como un cultivador, estaría en el nivel 10, pináculo.
Y lo más terrible… era que no se ocultaba.
El mundo lo sabía.
La tierra lo sabía.