En La Tierra Del Plomo Hay Estrellas

NARCISOS, DALIAS Y AZUCENAS

Eloida se miró al espejo con retocados típicos del barroco. El cabello le amanecía alborotado cómo un pajal de caballos alienados. El camisón bajo la bata le acaloraba hasta la sublime monarca que se lleva en la entrepierna, las mujeres de la casa guardaban la costumbre de contarse los sueños en la cocina, en los pasillos o en la huerta evitando que sus conversas llegaran a oídos de Alquimio Segundo. Cuando el viejo percibía las vibraciones trasmitidas por su  bastón llamaba por nombre y apellido a quien por allí se encontrase. Las primeras veces las mujeres trataron de hacer los oídos sordos a sus llamados. Nada más inútil. Formaba la algarabía vandálica el día entero. No quedaba otro remedio diferente a andar en puntillas o susurrar al hablar, el silencio en la terraza se había perpetuado desde el primer día de ceguera. A bálsamo por males fue el nacimiento de Eloida, en las tardes serenas quedabanse hablando  mientras se abanicaban sin apuros.

Alquimio le ordenaba traer la escoba. Limpiar los muebles. Regar las plantas y, sobre todo, recoger los casquillos de balas amontonados en el suelo. Luego le pedía un fresco vaso de agua recordándoles a gritos el depositar los casquillos en arena, regarlos todos los días para consumo cuidado quitarles toda la maleza hasta que se convirtieran en flores.

 

—No olvides echarles tierra negra. Sé que tienes buenas manos para la tierra, no podía pedir menos, eres mi nieta.

—Abuelo…contrarío lo que dices, no me arreglo el cabello como las damas, en ese orden de ideas debes saber que no soy buena con las plantas.

—Son flores, Eloida. Vibraciones. Dependiendo la energía que les pases así crecerán.

—Ya estarán muertas desde ahora… ¿Terminaste de tomar el jugo?

—No seas tonta, yo soy viejo, estoy a punto de morirme. No me contraríes tanto, jovencita.

—Abuelo, ¿Desde cuándo tienes todo este jardín?

—Permíteme recordar… según recuerdo, si no estoy mal, algunos veinte años.

—¿Y, tú crees que un día de esto dejaremos de recoger los casquillos de las balas?

—No… —Alquimio dudó calló por un instante—, desearía decirte que sí, pero mientras esta gente continúe pariendo hijos para la guerra encontrarás diez más cada día.

Eloida creció viendo germinar de las materas las exorbitantes flores nacientes cada tiempo primaveral, el pueblo entero podría cubrirse con flores, sin embargo, preferían trabajarlos hasta poder crear una nueva bala. Las madres se acostumbraron a frecuentar la casa de Alquimio, solo la Virgen conocía si alguna de esas flores pudría ser sus hijos, hijas, o esposos. Rezaban tres Ave María. Regaban las flores. Saludaban a las hijas del viejo cegato mientras él sentía sus vibraciones desde su mecedora imperial. Generalmente florecían Narcisos, Dalias y Azucenas. Puesto que esas son las flores nacientes entre el silencio y la tierra.

Eloida escribía esas vagas escenas en el cuaderno amarronado, se sentaba junto al abuelo que tarareaba pedazos de canciones recordando sus años en juventud.

Eloida se miró al espejo con retocados típicos del barroco. El cabello le amanecía alborotado cómo un pajal de caballos alienados. El camisón bajo la bata le acaloraba hasta la sublime monarca que se lleva en la entrepierna, las mujeres de la casa guardaban la costumbre de contarse los sueños en la cocina, en los pasillos o en la huerta evitando que sus conversas llegaran a oídos de Alquimio Segundo. Cuando el viejo percibía las vibraciones trasmitidas por su viejo bastón llamaba por nombre y apellido a quien por allí se encontrase. Las primeras veces las mujeres trataron de hacer los oídos sordos a los llamados del viejo. Nada más inútil. Formaba la algarabía vandálica el día entero. No quedaba otro remedio diferente a andar en puntillas o susurrar al hablar, el silencio en la terraza se había perpetuado desde el primer día de ceguera. A bálsamo por males fue el nacimiento de Eloida, en las tardes serenas quedabanse hablando el día entero mientras se abanicaban sin apuros.

Alquimio le ordenaba traer la escoba. Limpiar los muebles. Regar las plantas y, sobre todo, recoger los casquillos de balas amontonados en el suelo. Luego le pedía un fresco vaso de agua recordándoles a gritos el depositar los casquillos en arena, regarlos todos los días para consumo cuidado quitarles toda la maleza hasta que se convirtieran en flores.

 

—No olvides echarles tierra negra. Sé que tienes buenas manos para la tierra, no podía pedir menos, eres mi nieta.

—Abuelo…contrarío lo que dices, no me arreglo el cabello como las damas, en ese orden de ideas debes saber que no soy buena con las plantas.

—Son flores, Eloida. Vibraciones. Dependiendo la energía que les pases así crecerán.

—Ya estarán muertas desde ahora… ¿Terminaste de tomar el jugo?

—No seas tonta, yo soy viejo, estoy a punto de morirme. No me contraríes tanto, jovencita.

—Abuelo, ¿Desde cuándo tienes todo este jardín?

—Permíteme recordar… según recuerdo, si no estoy mal, algunos veinte años.

—¿Y, tú crees que un día de esto dejaremos de recoger los casquillos de las balas?

—No… —Alquimio dudó calló por un instante—, desearía decirte que sí, pero mientras esta gente continúe pariendo hijos para la guerra encontrarás diez más cada día.



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En el texto hay: guerra, realismo magico, artista

Editado: 14.06.2020

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