En las Fauces del Lobo

1. Cacería a medianoche

Un corazón roto es la peor forma de anunciar una catástrofe        

Un corazón roto es la peor forma de anunciar una catástrofe. Cuando sientes el primer crujir sabes que todo está perdido, que no hay vuelta atrás y que, muy probablemente, nunca la habrá. Es ese momento donde pierdes toda esperanza y las alas que construiste se derriten como cera bajo el sol.

Muchas veces la sensación de tener un corazón roto es la peor que se puede vivir, es una trágica historia que quieres no repetir, pero ahí está y siempre permanecerá; sin embargo, el corazón roto es la primera fase antes de que el alma se despedace y, entonces te das cuenta de que el corazón no se puede comparar con el alma.

Así era la vida de Rolan Wölgub, un hombre que, pese a querer ser el hombre más aventurero y siempre mostrarle su mejor sonrisa a su hija, llevaba consigo el persistente recuerdo de la tragedia más grande de su vida y el inevitable dolor de un alma rota.

Rowena jamás vio en su padre ese detalle. Jamás pensó que la causa de su desventura de la vida se debiera a una tragedia que ocurrió mucho tiempo atrás, antes de que ella siquiera naciera. Rolan jamás volvió a ser el mismo, pese a que intentó serlo después de un tiempo.

Sin embargo, Rolan tenía a su hija, su tesoro más preciado en la vida. Opacaría su inmenso ardor bajo el manto de la alegría por ella y darle todo lo que alguien como ella pudiese necesitar, y más...

Lo que Rolan más admiraba de su hija, era su imaginación. Su forma de perderse de la realidad y hallar un nuevo mundo con el cual sentirse mejor. Muchas veces él quería poder hacer eso, pero su tragedia tenía un peso mucho más grande que impedía que se alejara de la realidad; lo que Rowena más admiraba de su padre, era su mentalidad. La forma que tenía por vivir nuevas aventuras, escuchar a los demás y ser la persona más sensata que jamás hubiese pisado la Tierra, ella quería vivir todas esas aventuras que él vivió, por eso imaginaba tanto hasta perderse del verdadero entorno.

Cada uno admiraba la parte más rota del otro, sin saber que lo era.

Todas las mañanas, cuando Rowena despertaba cuando el sol salía y su padre se sentaba en la mesa con el desayuno preparado, se observaban durante un largo lapso en total silencio mientras comían tranquilamente. Cada uno pensaba en lo que más amaba del otro, aquello que querían llegar a imitar y poner en práctica.

Al fin y al cabo, eran lo único que tenían.

Sin embargo, cada uno guardaba secretos y, sin duda, el más fuerte e importante era el de Rolan, pero era algo que no podía decir, al menos no tenía la fuerza suficiente para hacerlo, así que se limitaba a darle a Rowena lo mejor y responder sus preguntas sin dar un por qué.

—Papá —llamaba Rowena todas las mañanas después de salir de su trance, esa mañana trituraba un trozo de pan con sus dientes.

—¿Sí, princesa? —inquirió Rolan, tomando un sorbo de su café recién hecho.

A Rowena le encantaba que su padre la llamara de esa forma, era algo especial para ella, algo que hacía sentir que su mundo fantástico bien podía ser realidad, y ella no se lo había pedido, era algo que salía del corazón de Rolan.

—¿Puedo salir hoy? —la pregunta siempre estaba presente y, muchas veces, Rolan no comprendía porqué seguía haciéndola si la respuesta era siempre la misma: sí.

Su padre siempre la observaba, dejaba la taza sobre la mesa con lentitud y observaba a su pequeña (ya no tan pequeña) a los ojos mientras fingía meditar su respuesta. Rowena se carcomía la cabeza, pensando con temor que algún día la respuesta podría ser un rotundo no y hacer que su garganta dejase de funcionar como era debido, obstruirse.

Rolan soltó un suspiro, como siempre lo hacía y siempre le sorprendía lo que el rostro de su hija reflejaba: temor, vulnerabilidad y deseo. Ciertamente adoraba que su pequeña fuese tan expresiva, como alguna vez lo fue su madre; luego juntaba sus manos sobre la mesa de madera gastada y la observaba con severidad.

Eso atormentaba la mente de Rowena.

Pero Rolan jamás se resistía por más de diez segundos y volvía a esbozar su sonrisa, divertido.

—Claro que sí, Rowena, ¿adónde irás hoy?

Rowena siempre meditaba esa pregunta y masticaba sus palabras como el pan que devoraba con cada bocado.

—Primero iré a la panadería del señor Goldberg, nos falta en la despensa, ¿no?

Rolan, cada vez que Rowena le demostraba con palabras como ésa que ya no era una niña, se sentía de forma extraña. Había logrado vivir una vida (y lo que le faltaba) con su hija, ya no era una pequeña, era toda una mujer atenta y que, gracias a él, pudo tener todo lo que pudiese necesitar.

—Sí, así es —confirmó su padre, con esa mirada melancólica que siempre le hacía cuando ella se expresaba de esa forma.

—Después iré por frutos al puesto de la señorita Brighton, siempre hacen falta. Luego visitaré la granja de los Holwen y visitaré su establo para saludar a Petunia, Queso y Stegnok.

—Suena alucinante —comentó Rolan, llevando el pan a su boca, realmente pensando lo que decía.

—¡Y no te he contado la mejor parte! —chilló con emoción— Cuando vaya a la Orilla del Cuerno después hacer todos mis deberes, recolectaré las flores silvestres más hermosas que mamá dejó en mi camino —expresaba como casi siempre—, observaré el cielo, le daré las gracias porque... yo sé que ella, siendo la reina de un lugar tan fantástico, me debe de escuchar; luego observaré las figuras de las nubes y me sumergiré en la mejor aventura que jamás he vivido, solamente que no puedo contártela ahora porque no tengo idea de qué será.




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