En las Fauces del Lobo

2. El misterio dentro del bosque

La noche podría ser usada como un arma        

La noche podría ser usada como un arma. Oscura y siniestra, fría y misteriosa. Y, de hecho, así fue prevista. El arma ideal para la cacería de medianoche.

Los habitantes de Mazefrek tenían sus dudas y de cierta forma sabían que el bosque junto a ellos no era bueno, que algo se ocultaba dentro. No tenían fuerzas para atravesar el bosque por miedo a morir al ingresar.

Y ciertamente, estaban bien.

En esa noche oscura Rowena permaneció petrificada en la Orilla del Cuerno. Observó con superficialidad el bosque, luego intentó analizarlo, como si latiese de vida desconocida.

¿Por qué había entrado él al bosque de esa forma? ¿Estaba acaso probando suerte después de escuchar los relatos?

Inevitablemente ella tembló. Tomó todo el aire que pudo y llenó sus pulmones, la curiosidad picaba en su nuca y la inseguridad de no saber qué hacer se hizo presente con más fuerza.

Rowena Wölgub no estaba segura de si debía regresar a casa e intentar olvidar lo que vio o seguir a aquel sujeto desconocido al interior del bosque, donde latía su peor pesadilla.

Muchas veces soñó con el interior del lugar.

Soñó que entraba al interior del bosque mientras trataba de huir de algo que desconocía, jamás lo veía, pero ella sabía que le producía mucho miedo. Entonces corría al bosque, como si no hubiese otro lugar al que ir.

Corría hasta que sus piernas dolieran y, aun así, no dejaba de correr. Se llenaba de lodo y observaba mientras mantenía la velocidad, que el bosque era muy oscuro y denso, tenía que adivinar por dónde pisar para no caerse todavía más o estrellarse con algún tronco.

Sea lo que sea que la seguía, se acercaba cada vez más. No lo veía, no volteaba atrás, tanto era su miedo que temía mirar.

Intentaba hallar una salida, pero eran inexistentes. El miedo se volvía más fuerte, más denso y se extendía por todo su interior. Su pecho se contraía hasta dejarla en el suelo, sobre la tierra húmeda que dejaba su piel sucia y se le pegaba por el sudor; el dolor parecía interminable y con cada segundo que pasaba aumentaba.

Se retorcía de dolor en el suelo, mientras la criatura que la perseguía se acercaba más y más.

Y cuando por fin iba a verla, el dolor cobraba más fuerza y Rowena se despertaba, sudorosa y jadeante.

Al recordar sus sueños, instintivamente, retrocedió un paso y se abrazó. El frío de la noche la rozó y gracias a eso notó que sus mejillas estaban calientes. Mordió su labio inferior con fuerza y observó.

No, ella no atravesaría el bosque.

No cometería suicidio como ese chico.

Seguramente no aparecería en la mañana.

Rowena pensó en su padre. En que la necesitaba y que ella lo necesitaba a él.

Decidida, giró sobre sus pies y caminó a su casa.

La luz de alba se asomó por la ventana y alumbró tenuemente la habitación en la que Rowena dormitaba. Los suaves rayos del sol que acababan de despertarse hicieron que Rowena abriera los ojos.

En la noche no pudo dormir tan bien, el miedo de lo que había visto fue mucho más fuerte que ella. Se levantó varias veces de la cama, arrastró los pies para a travesar el pasillo y tomar un vaso de agua mientras el sudor frío recorría su nuca y frente, y temblaba.

Su sueño fue ligero, así que fue mucho más sencillo despertar en cuanto el sol se asomó. Hizo su cobertor a un lado y volvió a plantar los pies sobre la madera, sus pies descalzos recorrieron la habitación hasta la puerta.

Sus delicadas manos tomaron el pomo de la puerta y la jaló hacia ella, produjo un pequeño chirrido y, como siempre lo hacía, se maldijo mentalmente. No quería molestar a su padre, aún si estuviese despierto.

Una vez que la puerta se hubo abierto lo suficiente para que su cuerpo llegase al otro lado, se deslizó y avanzó por el pasillo, ya no estaba tan oscuro como en la noche, el sol ya alumbraba gran parte de la casa. Se podían apreciar los cuadros colgados. Dos de ellos eran de ella misma, cuando era un poco más pequeña. Eran retratos que Rolan había mandado a hacer, el tercero era de ambos.

Y el último era el favorito de Rowena.

No se podía apreciar bien, estaba movida, vieja y le faltaban unas partes. Pero ahí seguía. Era inevitable para Rowena no pararse y detenerse a apreciarla. Era su madre.

Tenía el cabello rubio y ondulado. Su rostro era pálido y, aunque no se podía ver bien, sabía que tenía pecas sobre su nariz, como ella. Llevaba un vestido azul rey y sus ojos, que era una de las partes restantes, eran verdes, era quizá lo único en que no se parecía a ella.

Rolan siempre le decía que tenía la belleza de su madre y a Rowena le gustaba pensar que así era.

Sus delicados dedos subieron por el viejo tapiz amarillento que se desprendía de las paredes, el contraste de su pálida mano marcó un camino hasta el marco de aquel retrato roñoso y roto. El anhelo se intensificó y, como un aullido de ayuda, las lágrimas se asomaron por los ojos de Rowena, mientras observaba a su madre atrapada en un marco viejo.

Entonces, el estallido de unos platos contra el suelo le indicaron algo: la mañana continuaba. El tiempo no se había detenido, ni por ella ni por nadie. Despegó su mano de la pared, como si algo chicloso se lo impidiese, luego se enjugó las lágrimas, contuvo el aliento y, una vez que se sintió lista y alisó su camisón, retomó su camino por el pasillo de la casa.

Cuando dio la vuelta, observó a su padre en el interior de la pequeña cocina. Se había agachado para recoger los platos que se le resbalaron de las manos, el dolor se vio reflejado en su rostro por el esfuerzo que intentaba hacer, hasta que Rowena plantó sus pies detrás de él y exclamó con voz queda:




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