En las Fauces del Lobo

19. Una narración perdida

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Te contaré las aventuras de Rolan Smirnoff Wölgub, esto llevará rato, querida, tengo mucho que contarte y cada detalle puede ser importante, así que presta atención.

Todo ocurrió hace bastante tiempo atrás, con un niño y, como bien sabes, se crio aquí, en el mismo lugar donde estás tú. Mazefrek fue su hogar durante mucho tiempo, vivió muchas cosas que sería bueno compartirte antes de comenzar con la historia.

El niño tenía una madre, y cuando cumplió los once años enfermó gravemente. Su padre estaba ocupado todo el día de todos los días. Lo veía de forma escasa y, claramente debía hacerse cargo de su madre, así como de su pequeña hermana...

Nunca te lo mencioné porque es un castigo que hasta hoy en día me persigue.

Era un niño y, aunque era bastante maduro y centrado para su edad, era un poco como tú, Rowena. Anhelaba poder salir de aventura, ser como esos personajes de ficción a los que leía durante la noche entre las cobijas y una luz. Ésas eran sus noches, muchos decían que debía descansar más si quería mantener a su familia.

Sí, era primordial la familia, pero a veces la vida parecía ser tan banal que necesitaba esa dosis de aventura. Nunca quise que pasaras por algo similar, jamás quise ser una carga para ti, Rowena. Quería dejarte aquello que yo no pude tener.

Lamento si no fue así.

Verás, aquel niño cada día amanecía cansado, con dos bolsas bajo los ojos y la mirada perdida en las historias que leía de noche. Su madre lo necesitaba más que nunca porque la enfermedad iba empeorando día con día, hasta el punto de llegar a ser mortal.

Sí, ella murió poco después y papá no estaba para ellos, había lunas en las que desaparecía completamente; su hermana tenía dos años, no podía cuidarse sola por lo que él debía hacerse cargo de ella, tomar la tutela. Ser el mayor.

Mis conocimientos eran básicos y cada día que pasa continúo sin perdonarme.

Ocurrió una noche, el niño estaba solo en la casa y su pequeña hermana comenzó a sollozar, era muy oscuro, así que se levantó de la cama, dejó el libro de aventuras que leía y encendió la pequeña luz, se alumbró el pasillo (que ya tanto conoces). El frío de aquella noche era insoportable y la pequeña parecía tener demasiado frío.

El niño inexperto decidió ayudarla, la llevó a la sala, la dejó sobre un sillón y la arropó con la manta de su cama y caminó hasta la cocina, la verdad era que él también moría de frío, pero debía ayudar a su pequeña hermanita ya que nadie más lo haría.

Estaban completamente solos...

Preparó leche y la calentó lentamente en el fogón, ahí dejó su mirada cansada durante un lapso de reposo, observó cómo la llama que había logrado hacer crecía o se hacía más pequeña y pronto la leche comenzó a hervir.

La vertió en un vaso de cristal y regresó al salón, donde su pequeña hermana, con los pequeños labios levemente morados y el rostro pálido, se recostaba en el sillón donde él la había dejado, la manta estaba gastada e incluso sucia. Tenía manchas y raspones por los que dejaba entrar el aire frío, por lo que no era de gran ayuda.

El niño revisó la leche, todavía estaba demasiado caliente, se sentó junto a la niña y la abrazó mientras esperaba que la leche estuviera lo suficientemente decente para ser bebible.

El tiempo pasó y cada segundo era valioso, pues cuando la leche estuvo, la niña apenas respiraba. Estaba mucho más pálida, como la nieve que cae por invierno; sus labios tan morados como las moras del señor Bernard y su respiración estaba tan cortada que era necesario preocuparse.

Respiraba de forma extraña, cansada, densa y como si no respirara precisamente aire, sino cristales que flotaban en el aire y que atoraban en su garganta.

Aquella enfermedad, la cual no me ha tocado ver actualmente, atacó a la niña. La ahogó de frío, le cerró toda vía de escape y la dejó inerte en los brazos del niño abandonado.

—No —exclamó el niño mientras su pequeña hermanita iba cerrando los ojos y dejaba de respirar— toma la leche, tómala, Aidana, por favor —sollozaba.

Intentó abrir sus labios y verter la leche caliente, pero no hacía efecto. Su hermanita ya no sentía ni veía nada. Pronto Hoyo Negro se la llevaría muy lejos de él y él jamás volvería a verla.

—Aidana, toma la leche caliente, por favor —seguía sollozando, ahora a un cuerpo sin alma.

Dejó caer sus lágrimas en las mejillas pálidas de la niña mientras rogaba a Cielo o quien sea que lo estuviese escuchando; que le ayudase y le devolviese la única compañía que le quedaba.

Pero sus ruegos fueron en vano, porque nada sucedió.

Había perdido a su hermanita y por su culpa. Por no ser inteligente, ágil o de ayuda. Su hermana había muerto porque él había sido un completo inútil, ¿qué le costaba aliviar el frío de invierno?

La enfermedad de la que te hablo por suerte ya no es tan corriente, llevo años sin oír de ella, pero ataca los pulmones y hiela el interior del cuerpo hasta dejarlo como un cascarón vacío, pues el alma no soporta el tormento y lo mejor que puede hacer es huir.

A partir de ese día el niño sintió la soledad como un aliado. Era lo único que le quedaba. Su madre estaba muerta, su padre parecía no existir o haberse fugado de la mismísima vida y ahora ya no tenía a su hermana.




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