En las Fauces del Lobo

26. Rowena sufre la decepción

 

El dolor a veces puede ser una alarma, cada punzada es un indicio, una alerta que puede significar miles de cosas, como que sigues vivo o que algo catastrófico se aproxima

El dolor a veces puede ser una alarma, cada punzada es un indicio, una alerta que puede significar miles de cosas, como que sigues vivo o que algo catastrófico se aproxima.

Rowena sentía dolor, algo presionaba su pecho con fuerza y a veces tenía que entreabrir sus labios para buscar una manera de respirar, llevar aire a sus pulmones. Estaba tan encasillada en los dolores de su alma y corazón, que no sintió las chispas recorrer sus dedos y brazos, otro tipo de dolor que quería darle un mensaje.

Rowena estaba conmocionada.

Conocía el nombre de su madre.

—Polaris —dijo al aire para saborear el nombre.

Era un bonito nombre. El nombre de una brillante estrella del norte. Una estrella que podía guiar.

Rowena inspiró con fuerza y dejó el diario sobre el edredón.

Rolan y Polaris habían sido sus padres. Ya no era simplemente Rowena Denís Wölgub, hija de Rolan el Aventura y que no sabía nada de su madre más que tres adjetivos. Ahora era Rowena Denís Wölgub Acrux.

Una parte de ella sentía regocijo por saber más, por tener estos detalles a su alcance, pero la otra parte seguía insistiendo en que no valía la pena tener esas respuestas a cambio de la vida de su padre.

Rowena mordió su labio inferior con fuerza y levemente se tornó a un tono blanco.

Observó la planta en la maceta y el jarrón junto a ella.

Quizá pudiese ya plantarlo. La Orilla del Cuerno sería un buen lugar para eso, tenían recuerdos ahí y Rowena lo podría visitar todos los días.

Asintiendo con la cabeza, se levantó de la cama y comenzó a dar vueltas de un lado a otro, Yen la observaba fijamente, ladeando la cabeza. Estaba recostada sobre la cama y, como ya era usual, acechaba con la mirada a Rowena tanto como Darion también lo hacía.

«Debe de haber algo con los ojos color mar» pensó Rowena, observando también a Yen.

Rowena aplaudió dos veces para que Yen la siguiera a la sala mientras llevaba laplanta con la maceta y el jarrón. Lo dejó sobre la mesa y, tomando unos guantes viejos de su madre con un hoyo en uno de los dedos, comenzó a mezclar la tierra con las cenizas dentro del jarrón.

Repetía en su mente muchos mantras, a veces los susurraba a las cenizas que comenzaban a revolverse con la tierra fértil.

Sus dedos seguían crispando, avisando la proximidad de algo, pero Rowena no les prestó ni la mínima atención.

Entonces tocaron la puerta.

El eco del sonido rebotó por las entrada hasta la sala donde Rowena estaba. Se congeló inmediatamente y alzó la vista a la nada. Sintió el miedo reocrrer su espalda y garganta como un frío con la textura de una lija.

Rowena arrastró el jarrón y la maceta por el suelo mientras, una vez más, tocaban a la puerta. Au corazón latía con frenesí y sus movimientos se volvían cada vez más torpes. Logró ocultar ambas cosas entre la pared y uno de los libreros.

Luego se levantó, aventó los guantes por el pasillo y corrió hacia la puerta. Volvieron a tocar, por tercera vez. El ruido era firme y revotaba.

Cuando Rowena hubo llegado, abrió la puerta con una mueca que simulaba ser una sonrisa, ésta desapareció en cuando vio al Gran Sabio delante de ella.

—Bu-buenas tardes —murmuró con pesadumbre, mientras intentaba lucir natural.

El miedo reapareció. Era un increíble mal momento para que el líder de Mazefrek se plantara en la puerta de su casa. Rowena sabía que solamente podría finalizar de una forma: catástrofe.

¿Por qué esa palabra la perseguía tanto?

—Buenas tardes, Rowena, ¿puedo pasar?

Rowena sintió un nudo en la garganta y, en vez de pronunciar palabra alguna, se limitó a asentir con la cabeza y hacerse a un lado. El Gran Sabio entró, su barba blanca y su túnica del mismo color, marearon ligeramente a Rowena, quien dio tres pasos pequeños para cerrar la puerta.

—¿Qué-? —Rowena intentó tragar saliva— ¿Qué es lo que lo trae por aquí, oh, Gran Sabio?

Alucio observó la mesa donde Rowena y Rolan se sentaba para comer y platicar de su días, así como la cocina detrás.

Rowena lo guió hasta la sala. La sala donde había estado trabajando con las cenizas que la condenarían. No había de otra, era el lugar donde las visitas siempre debían sentarse y ella jamás sería una mala anfitriona.

—Quisiera hablar contigo sobre algo importante —respondió el hombre de barba blanca mientras tomaba asiento en uno de los sofás, en el que Rowena acostumbraba a leer.

Rowena se sentó en el que estaba delante de él. Yen estaba sentada junto a ella.

—Claro, no hay problema. Hablemos. ¿Desea algo de tomar? Puedo prepararle té o...

El Sabio negó amablemente con la cabeza.

—No hace falta, espero que la conversación sea rápida porque tengo cosas por hacer.

Rowena lo observó con nerviosismo, muy cerca de ellos estaban las pruebas de un delito.

—Lamento el día del funeral de tu padre, supongo que hubiese sido una mejor idea preguntarte aquello en privado. Debí suponer que dirías algo que pondría a Mazefrek de cabeza —suspiró.

Rowena se esforzó por mostrar una brillante sonrisa y las palabras de Darion hicieron eco en su cabeza: «la vida pone pruebas, el problema no son las situaciones, sino cómo nos enfretamos a ellas.»

Sí, Darion tenía razón. Al parecer la vida no dejaría jamás de poner una prueba tras otra. En ese momento estaba delante del Sabio del pueblo, a su lado estaba la evidencia que la condenaría inmediatamente. Ella lo único que quería era cumplir lo último que podía hacer por su padre.




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