En las Fauces del Lobo

31. Una prometedora y difícil decisión

31 | Una prometedora y difícil decisión

Rowena se sintió desfallecer, su piel había perdido todo color y sus ojos se agrandaron tanto que le empezaron a arder. No sabía qué hacer o qué decir.

«No puede ser verdad» se dijo «debe ser una mala broma», observó una vez más a Casiopea, quien había roto en un mar de lágrimas mientras repetía:

Lo siento, lo siento tanto —una y otra veza.

«Ella no pudo hacerlo... es demasiado dulce para acabar con la vida de alguien» pensó, mientras sus ojos también se llenaban de lágrimas.

Debía haber alguna respuesta. Una coherente...

—Espera, espera —pidió Rowena, cerrando los ojos. Casiopea guardó silencio, espectante. Las lágrimas no dejaron de caer— ¿por qué dices todo esto?

—Porque lo hice —lloriqueó Casiopea con la voz entrecortada—. Soy culpable... no era mi intención, lo juro por Sol y Luna... yo no —se detuvo de golpe, tomó aire y continuó hablando entre sollozos—: yo no quería matarlo, lo juro, creí que solo estaba inconsciente cuando eché a correr.

Rowena parpadeó repetidas veces.

—Necesito, Casiopea, que por favor me expliques. No logro entender nada.

La muchacha detuvo su llanto y la observó. Respiró lentamente y asintió con la cabeza. Limpió las lágrimas con las manos.

—Sí, sí, tienes razón —talló su rostro y suspiró— debo contarte mi historia...

Rowena esperó a que el relato empezara, pero Casiopea no hacía amago de comenzar. Se observaba las manos.

«Necesita tiempo, es muy fuerte esto» reconoció, aunque bien sabía que en realidad no tenía tiempo de sobra.

—Yo sé que debo empezar, es solo que... es complicado.

Rowena asintió con la cabeza, aunque Casiopea no la estaba observando. Ella entendía muy bien lo que era un asunto complicado.

—Cuando estés lista —le dijo, con una sonrisa.

 

Casiopea había sido el fruto de un amor que perdió. Una pareja a la que ya no le quedaba esperanza alguna y, siendo ella la que debía restaurar esa fe, se convirtió en su condena.

Un hombre apareció y les prometió la libertad, les prometió la riqueza que ya habían perdido y, desesperados, la pareja aceptó. A cambio debían dar a su bebé.

¿Acaso valía aquella riqueza la vida de una niña?

Ellos debían responder que no, que su vida no valía lo que el hombre les ofrecía, pero eso solo sucede en los cuentos de hadas, en los padres que realmente aman; no en esta historia.

La pareja aceptó el trato, le dieron a la niña y se fueron de Mazefrek sin mirar atrás. Nadie supo algo más de ellos. Habían mantenido a la bebé cautiva, así que nadie pudo especular nada acerca de la pareja, mas que sobre su suerte por haberse ido.

El hombre era un boticario, tenía un pequeño local donde vendía medicamentos y una pequeña casa no muy lejos de la botica. Nadie sabía que bajo el local había un cuarto, una habitación vieja y polvorienta donde se escondía una inocente niña de cabello castaño y ojos tristes.

El boticario la crió con mano de hierro y la niña que insistía en llamarse Casiopea, se preguntaba por qué la cuidaba si tanto la odiaba.

Cada mañana se despertaba con la ferviente emoción de que podía ser un gran día, en la tarde sollozaba porque el sueño no se había cumplido y, por las noches, una vez recompuesta, se repetía tres veces antes de dormir:

—La esperanza no debe perderse; la fe no debe romperse.

En eso cosistía su rutina del día a día. Y lo que más le espentaba de la rutina, era escuchar los pasos del boticario bajando por las oscuras escaleras. Su corazón latía con frenesí, mordía sus labios y contaba «uno, dos, tres y cuatro...»entonces la puerta se abría y aquel hombre que tanto despreciaba entraba por la puerta.

Tres veces al día tenía que verlo y tres veces al día debía fingir que lo apreciaba, aunque la golpeara y humillara.

Cada vez que el boticario cerraba la puerta, ella se tragaba la bilis y dejaba correr las lágrimas. Lloraba tendida en la vieja cama por tantos minutos hasta quedarse seca.

Una mañana algo cambió. El boticario la había visitado y yacía sollozando sobre la cama cuando escuchó un golpe en el piso de arriba. Pronto supo lo que estaba ocurriendo, alguien estaba atacando la botica y, a pesadumbrada, Casiopea cerró los ojos y rogó porque mataran al boticario y fuesen a buscarla. Que la sacasen de ese horrible hueco oscuro.

Un último golpe fue lo que se escuchó y luego pasos apresurados. Nada más. La calma había regresado, como si aquel caos jamás hubiese existido. Casiopea negó con la cabeza y se juró internamente que aquello había sido real.

Pero nada más se escuchó y nadie abrió la puerta chirriante de madera.

En la tarde, el boticario regresó con Casiopea, más enojado que nunca.

—Tú, niña —la llamó con voz de grito.

Casiopea saltó, contó los pasos y la puerta se abrió. El hombre apretaba los puños a sus costados y murmuraba palabras que no lograba entender. Casiopea trastabilló y se golpeó con la pared.

—¡Voy a hacértelas pagar!

El grito del boticario hizo que cerrara los ojos con fuerza. El hombre dio unos pasos y se acercó con brusquedad. Su aliento apestaba a alcohol y carne fresca.

—Te detesto, te detesto con toda mi alma —le escupió mientras arrastraba las palabras.

Casiopea se apretó contra la pared, deseando desaparecer.

«Quizá, si no abro los ojos, él no exista y no me lastime» se dijo mentalmente, porque «la esperanza no debe perderse; la fe no debe romperse» aunque en el fondo sabría que, lo que fuese a ocurrir, le dolería mucho... muchísimo.




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