En las Fauces del Lobo | Próximamente En FÍsico

37. Hilo invisible

Dos almas unidas por los astros, dos almas que alguna vez formaron una y fueron destruidas, destinadas a encontrarse de nuevo. Dos almas que se habían prometido amor eterno en otra vida, y ahora su promesa los ataba a una nueva; un alma que Luna había instruido, y otra que Sol había modificado.

Siempre se contaban historias, en cualquier cultura, que había un alguien especial para cada persona. Rowena había leído esos libros con devoción, deseando algún día hallar a esa persona, sentirse feliz, sentir lo que es esa clase de amor.

Darion había escuchado que Luna podía unir dos almas, un hombre lobo podía hallar el amor si Luna se lo permitía. De más joven había esperado hallarlo, poder sentir algo real, y no ser solo un monstruo; pero no conocía ningún caso, por el contrario, todos los hombres lobo que lo rodearon eran infelices, ingratos y monstruosos. Darion sabía que ése era su destino.

Pero entonces Luna le hizo saber que no era así, que había una melodía única para él, y que podría ser feliz si se lo proponía, porque él sí había encontrado la mitad que le faltaba a su alma.

La visión era dolorosa, e hizo que Rowena se petrificara en su lugar. Aquel hombre mantenía la vista en el suelo, como si no fuese consciente de que alguien estaba delante de él.

No pedía ayuda, porque tal vez hacía mucho tiempo se había roto la garganta y nadie había acudido. Quizá porque ya había aceptado su cruel destino y no le quedaba más.

El corazón de Rowena se comprimió en su pecho, mientras la demacrada sombra de un figura ardía de dolor, la sombra de un recuerdo... la sombra de alquien que existió. Pensar en ello la hizo marearse, la cabeza le dio vueltas y sintió náuseas, la bilis trepó por su garganta.

Náuseas de lo que veía, náuseas de lo que sentía. Aquel hombre no debía estar ahí, ni debía estar así. Muchas preguntas se arremolinaron en la cabeza de Rowena y le revolvieron el estómago, sin poder evitarlo, giró sobre sus talones, reclinándose sobre un árbol y sujetándose del tronco, vomitó.

Su cuerpo ardía como si tuviese fiebre, la peor fiebre que hubiese experimentado. La vista se le nublaba como si todo fuese un recuerdo falso. No podía pensar adecudamente.

Aquel lugar no estaba bien, había algo en esa área que la hacía sentirse terriblemente mal. Sus dedos rasgaron la madera hasta brotar sangre, era mejor que lo ue estaba sintiendo dentro de ella, en todo su cuerpo.

Se limpió los labios, sintiendo un sabor amargo; y trató de mantenerse en pie.

—Qué osadía —dijo una voz grave, como si estuviese junto a ella pero a la vez muy, muy lejos.

Rowena parpadeó confundida y trató de ver en todas direcciones, su cabeza volvió a dar vueltas y tuvo que dejar caer su cuerpo contra el árbol. Sentía el sudo bajar por su frente, por su espalda... el calor estaba acabando con ella, su misma cabeza la estaba matando.

Buscó aire, jadeó buscando la forma de respirar. 

—Eres una invitada mala, haces muchos desastres.

La voz grave volvió a hablar, y Rowena estaba confundida. Parecía que alguien le hablaba muy fuerte al oído, pero también que susurraba muy lejos de ella. ¿Cómo era posible?

Algo en esa voz le hizo pensar que ya la había escuchado, que alguna vez ya le había hablado.

Trató de recordar, presionó su cabeza mientras gritaba del dolor. Todo le dolía. La planta de los pies raspaba con la tierra y camuflaba su sangre con el barro; los dedos de sus manos parecían contener tanta sangre y estar tan calientes que explotaría; su cabeza no dejaba de dar vueltas como si fuese un remolino, como si fuese la tormenta que acababa de experimentar.

Tembló del dolor, pero trató de concentrarse.

Aquella voz ya la había escuchado en la casa de la anciana, antes de que todo desapareciera y despertara lejos. Había reído, la había asustado, ¿la había amenazado? ¿Qué era esa voz?

Abrió los ojos agobiada, el calor aumentaba. Sus ojos trataron de enfocarse, pero todo estaba borroso, no podía distinguir un árbol de otro, no podía ver bien al hombre de la jaula, ni ver las llamas del fuego sin que fuesen manchas anaranjadas. No podía ver nada más.

Sin fuerza, sus piernas se doblaron y la dejaron caer sobre la tierra. Se golpeó, pero el dolor era menor que lo que sentía. Yen se tumbó junto a ella, también parecía sufrir los efectos del lugar.

Esa voz... Rowena sabía que significaba más. No era una simple voz. No era una voz normal, no era algo que le perteneciera a alguien siquiera. La risa de aquella voz le recorría el cuerpo como cubos de hielo, azotaba sontra ella y la hacía gritar. Como si las puntas metálicas de sus flechas se encajaran en su piel, abriendo un camino en su carne y dejando salir la sangre convertida en nieve.

Las lágrimas salían de ella sin reparos, mientras temblaba sin fuerzas, lo único que podía hacer era gritar, gritarle a alguien que no veía, pedir ayuda a alguien que no estaba.

La voz reía, regocijándose del dolor de Rowena, de lo que su mundo, su mera presencia le hacía. Se sentía plenamente poderoso, como un rey en su trono, un león en su selva. Rugio de gozo.

—Te dije que no regresaras —se mofó.

Rowena abrió sus ojos, sin poder levantarse, sin poder levantarse siquiera. Pero pudo ver lo que ahora estaba delante de ella.

La voz se había acercado y alejado más, y había hecho acto de presencia. Cuando dejó de reír Rowena lo sintió. Pudo sentir que estaba ya muy cerca y el miedo caldeó en su estómago.

¿Ésa sería su forma de morir?

Delante de ella había una criatura, la visión de Rowena no la dejaba ver con claridad, pero parecía una sombra bañada de sangre, lo que tenía en la cabeza parecían cuernos bastante vulgares.

A su lado había otra criatura más pequeña, parecía no poder mantenerse en pie por cuenta propia. Las garras de la criatura más alta parecían controlarlo. A Rowena le costó más tiempo de lo esperado, pues su mente seguía dando vueltas, el sudor seguía bajando y el dolor no había acabado.




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