En las Fauces del Lobo | Próximamente En FÍsico

40. Problemas sin remedio

Oscuridad. La oscuridad podría volverse un sentimiento, uno que podría expandirse por tu pecho, tocar fibras sensibles, hacerte dudar de tu propio nombre; podría tocar tu cabeza y hacerte creer que no eres real, o que los demás no lo son. Puede apoderarse de todo tu ser y entonces dejas de ser tú.

—Rowena —llamaron con fuerza.

Rowena abrió los ojos, sobresaltada. Darion también los abrió y la observó, sin poder reconocerla todavía. Rowena talló sus ojos y cerró el frasco de la crema, observó las heridas de Darion, que parecían estar mejor, mucho mejor.

No sabía que había ocurrido, aquella crema debía ser bastante buena, aunque a ella no le había servido así, ¿sería algo de los hombros lobo?

—Rowena —Terrence volvió a gritar del otro lado, aporreando la puerta.

Rowena, sobresaltada, se puso en pie y abrió la puerta. Miró la cara de espanto de Terrence y se alarmó. Terrence la obligó a salir y cerraron tras de ellos, Rowena no podía con las dudas que circulaban sin control sobre su cabeza.

—¿Qué sucede? —preguntó desesperada.

Terrence observó la puerta con desconfianza, luego volvió a Rowena. Sin saber cómo decirlo, solo soltó:

—Lobos.

Rowena lo observó guardando silencio. Apretó sus labios en una línea delgada y observó la puerta detrás de ella.

«¿Qué está ocurriendo? Nuestro plan...» Rowena no lograba comprenderlo. Darion y ella habían acordado algo, ¿estaba jugando con ella? La idea hizo que su corazón se saltara un latido.

Al parecer no había hecho lo que habían acordado, así que tendrían que buscar la solución.

Rowena negó con la cabeza, sacudió la falda de su vestido y avanzó por el pasillo, sin prestarle atención al retrato de su madre. Terrence la siguió con el corazón a mil por hora.

Todos estaban en la cocina, hablando entre ellos en voz baja. Había miedo. Y Rowena por fin pudo escuchar los aullidos que había estado ignorando.

Estaban ahí... en su pueblo. Con ellos.

Quiso gritar de la desesperación.

Entró en la cocina y observó a todos, Terrence se detuvo a su lado.

—No voy a quedarme aquí —le avisó, recuperando su arco que habían dejado en una de las sillas—, voy a pelear.

—No, Rowena... —dijo Heidi.

—No intenten detenerme, porque me niego que los malditos lobos destrocen nuestro pueblo, no voy a quedarme de brazos cruzados, esperando que alguien haga algo, para que nadie haga nada —gruñó, caminando hacia la habitación misteriosa de su padre, para buscar flechas—. Confié en que esto no pasaría, creí que alguien haría algo, pero al parecer tienes que hacer las cosas tú misma —murmuró entrando en la habitación.

Heidi la siguió con desesperación, deseando que Rowena se callara, pero entendía que necesitaba soltar todas sus emociones.

—No estoy diciendo eso —dijo por fin Heidi, asomándose por la puerta.

Rowena la observó, con las flechas en sus manos.

—Queremos salir y pelear.

Rowena sujetó las flechas y salió de la habitación sin decir nada. Heidi abrió camino y, Rowena, una vez fuera, vio a todos sus amigos, que no dudaron en asentir. Por un momento había pensado que la mantendrían encerrada mientras el caos ocurría, pero no... ellos también quería luchar por lo que era suyo.

Su corazón se hinchó con alegría, sintiéndose agradecida por los amigos que tenía.

Terrence había tenido razón con lo que la noche no había terminado.

—¿Y Darion? —preguntó entonces, mirando el pasillo.

Rowena mordió sus labios, eso sí que era una buena pregunta. ¿Qué ocurriría con él? Algo le decía que, en ese momento, no estaba de su parte, pero Rowena no quería creerlo. Tenía que haber un error.

—Tiene que quedarse aquí —dijo firmemente.

Pero no podían dejarlo solo y no podían arriesgarse a que, en media batalla, decidiera hacer sus cosas de lobo.

Gwendolyn dio un paso al frente, parecía nerviosa.

—Yo podría quedarme.

Cedric la observó pasmado, abriendo sus ojos con fuerza. Soltó una risa ronca, una risa que no era risa. Negó con la cabeza, como si aquello fuese un mal chiste.

—No, tú no te quedas con él.

—¿Celoso? —preguntó Gwendolyn alzando las cejas.

Rowena, en confusión, miró a todos lados. Estaba desubicada en ese momento.

—¿Qué? —preguntó Cedric, ofendido con el chiste de Gwendolyn— No, Gwen, no vas a quedarte sola con un hombre lobo.

—Puedo cuidarme —remarcó la palabra con fuerza— y puedo cuidarlo. No saldrá de aquí.

Rowena se encogió de hombros. Confiaba en que Gwendolyn pudiese hacer esa parte del trabajo, así que asintió. No tenían tiempo ni siquiera para discutir alternativas. Podía escuchar los gritos y aullidos desde fuera.

—me parece bien. Te quedas —la dijo señalando con las flechas.

Cedric trató de negarse, pero Rowena se dio la vuelta, acomodó las flechas en el carcaj azul y casi sin color de su padre. Se sentía como toda una guerrera. Estaba un poco débil, pero confiaba que su amor y su fuerza fuesen suficientes, además, esa vez no estaba sola.

Observó a sus amigos por encima de su hombro y sonrió.

Todos tenían armas en sus manos, como los cuchillos más filosos que habían encontrado y el sartén de Rowena. Rowena le dejó a Terrence la espada de su padre. La que guardaba en la habitación, y que pocas veces le había visto utilizar.

Abrió la puerta y todos salieron, enfretándose al nuevo desastre. La gente corría por todos lados. La señora Richardson corrió delante de ellos, un lobo la estaba persiguiendo. Rowena se detuvo y los demás pararon.

El lobo saltó sobre la señora Richardson y Rowena tomó una de las flechas y disparó al lobo, pero era demasiado tarde. Ya había desgarrado la piel sensible de la mujer y la sangre brotaba de su hocico.

La flecha dio contra su lomo y el lobo volteó. Los observó y se giró hacia ellos.

—Oh, k'le gobben —maldijo Rowena—. ¡Corran!




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