En las Fauces del Lobo | Próximamente En FÍsico

Epílogo

Tiempo. Imparable. Implacable. Incesante... avanza a su ritmo sin perdonar un solo segundo. Nada lo podría detener de su objetivo. Ni un corazón roto, ni la aparición de Hoyo Negro, ni siquiera un reloj roto podría detener el recorrido del tiempo. Es un misterio que pocos se cuestionan, aceptan su movimiento sin reproches; tan cotidiana que todos le conocen, sin pararse a pensar cómo una tortuga vive en el tiempo.

Rowena, una vez, en un libro había leído: «el tiempo es vida, y la vida reside en el corazón.» y desde entonces había tratado de hacerlo parte de ella, recordarse lo que en realidad era el tiempo.

Estando ahí, entre las mantas, acostada en su cama, tratando de cubrirse de la luz de un nuevo día, del recuerdo de que el tiempo y la vida continúan; no tenía fuerzas para pensarlo.

Tal vez ya no había tiempo para ella, porque ¿qué era el tiempo? Y con ello no habría vida en su corazón, porque si el tiempo era vida, y la vida estaba en el corazón, ¿qué había sido de ella?

Quería huir de la humillación que sentía, de la tortura que era recordar. Nunca se había sentido tan insultada por su propia mente, pero ahora los recuerdos eran un arma que rasgaba en su cráneo, la hacía sangrar y sentía aflicción, pero la muerte nunca terminaba por llegar.

No estaba muerta, todavía, pero su corazón ya no tenía vida ni su vida tenía tiempo.

No recordaba un día donde no quisiese levantarse de la cama. Quizá cuando su padre la dejó, deseaba poder dormir más; pero ahora todo podía con ella, todo era más grande que ella y la hundía. La asfixiaba como si agua solo entrara a sus pulmones.

Primero había sido juzgada por una broma, por culpa de Gwendolyn las cosas se habían salido de control; al poco había perdido a su padre, había perdido a la señorita Brighton. Aquellos días habían sido insufribles, su desaparición había herido a su padre hasta la muerte, pero había logrado cumplir su promesa a la señorita Brighton. Tarde pero seguro.

Las flechas dieron contra ella, pero aunque sentía que sangraba, siguió avanzando, siguió caminando, tratando de hallar su propósito en la vida. «¿Para qué? ¿Para seguir sufriendo?»

Pero ahora que también había perdido a Darion y a Heidi, había dejado de tener un hogar... no le encontraba el sentido a nada. ¿Por qué estaba siendo castigada?

Rowena sollozó sobre las mantas y Yen saltó a la cama, sintió el peso del animal sobre ella y dejó que la reconfortara mientras balbuceaba:

—¿Hice algo tan horrible? ¿En esta vida o en otra para merecer esto?

Después del desastre de anoche, de haberse sometido a la humillación ella sola, rogándole de rodillas a alguien para que la amara, Terrence la había obligado a levantarse y la llevó en brazos de regreso a casa.

La acostó, le dio un beso en la frente y le pidió que durmiese, que necesitaba descansar.

Aquella noche fue la peor de Rowena. Etenerna e inquebrantable. Cada vez que cerraba los ojos, veía una y otra vez la sangre, el rostro del Demonio, el pozo por donde había caído.

Veía a Darion mirarla como todos lo hacían. Los recuerdos de la batalla, del pecho oscuro de Heidi, del llanto desgarrador de Terrence... y no pudo dormir, porque cada vez que lo intentaba, era como si volviese a caer en ese hoyo oscuro, frío y sin fondo.

Rowena sabía que tenía aún muchas cosas que hacer, pero ¿el tiempo de fuera no se podía detener y darle un respiro? Necesitaba llorar y ser ella por un segundo, volver a encontrarse a sí misma porque se sentía tan perdida...

Como si Rowena en realidad se hubiese quedado entre las ramas del Bosque Maldito la primera vez que lo visitó, como si una parte muy importante de ella se hubiese quedado atrapada entre los árboles.

Su risa resonaba en las copas de los árboles, su alegría eran saltos de rama en rama, de árbol en árbol. Sus sueños daban vueltas con el viento y sus temores se habían hecho uno con las sombras.

Ahora la Rowena que estaba sobre la cama, se sentaría en la rama de un árbol, y contemplando el espejismo de su pasado, de la chica que había sido; moriría.

Yen se movió encima de Rowena, aplastándola con fuerza, la chica profirió un jadeo. Yen alzó su oreja, como si pudiese escuchar algo a la lejanía, acercándose. Las alarmas le saltaron y adoptó una posición de defensa, bajándose de la cama y golpeando con sus patas la madera.

Rowena abrió ligeramente los ojos cuando ella también escuchó algo. Observó a Yen, tratando de escuchar con más profundidad. Yen no descansó en ningún momento, observó la ventana como si un enemigo fuese a entrar.

La chica en la cama se incorporó lentamente, cuando los cristales que quedaban, volaron y se cubrió con los brazos. Yen gruñó, pero no atacó. Rowena quitó los brazos de su rostro y observó a los perdidos que habían regresado.

La manada de perros.

Los cristales habían rasgado parte de la piel de Rowena, pero no tuvo tiempo para preocuparse. Escuchó pasos por el corredor y la puerta de su habitación se abrió. Los perros gruñeron con rabia para recibir a Terrence, que jadeaba, mirando a Rowena.

Notó sus ojos enrojecidos, seguramente habría tenido una noche igual de horrible que la de ella.

No pudieron preguntarse mutuamente cómo estaban, porque las sorpresas del día no terminaban. Varias figuras se deslizaron al interior de la habitación a través de la ventana rota, con una sincronía impresionante.

Eran hombres fuertes. Levantaron a Rowena por los brazos y la tiraron al suelo, ella no trató siquiera de defenderse porque no tenía cómo hacerlo, ¿de dónde sacaría la fuerza?

Observó el suelo, porque había caído ahí de forma precipitada. Buscó a los culpables. Cinco hombres estaban en su habitación, esa habitación pequeña que no estaba hecha para tantas personas.

Terrence fue aprisionado contra la pared, lo alejaron de ella. Yen trató de atacar, pero esos hombres la contuvieron, al igual que al resto de los perros, que con una simple órden se apartaron.




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