El vestido de novia le quedaba como un sueño, la tela parecía haber costado una fortuna y probablemente así era, puesto que en un casamiento uno no puede reparar en gastos, mucho menos en uno que involucra a familias tan notables. El velo blanco hacía juego con el cabello negro de la novia como si hubiesen nacido para complementarse el uno al otro, pero, sin duda, lo más hermoso del atuendo era la esplendorosa sonrisa en el rostro de ella. Esa felicidad que ningún dinero en este mundo podía comprar, eso era lo que realmente hacía resplandecer a Felicia.
La novia se giró hacia las sillas detrás de ella, en donde se encontraban su abuela y su prima Perla mirándola con admiración.
—¿Qué les parece? —preguntó entusiasmada.
—Oh, mi pequeña, eres la novia más hermosa que ha existido —dijo la abuela con lágrimas en los ojos.
Ver llorar a Helena Duval no era un evento común, la abuela normalmente se presentaba como una mujer estoica, pero no había corazón que resistiera la primera boda de una nieta.
—Te ves espectacular, Felicia. El vestido está para morirse, los invitados no hablarán de otra cosa que de lo hermosa que eres—opinó Perla mirando deslumbrada a su prima.
—Eso espero, quiero que todo sea perfecto el día de mi casamiento. Principalmente yo —dijo Felicia con una sonrisilla de orgullo.
—Así será, una boda como ninguna otra —confirmó Perla.
—No es que tú tengas parámetros propios para comparar —murmuró la abuela mirando a Perla de reojo.
La aludida contuvo un resoplido de hastío, no queriendo empezar una discusión que le estropeara el momento a Felicia. Era increíble que, ni en los momentos de más felicidad, la abuela lograra hacer a un lado su molestia por que Perla aún no estuviera casada. El asunto era una fuente inagotable de roces entre ambas y no parecía haber fin a la vista.
Perla entendía que no había maldad detrás de la insistencia de la abuela para que encontrara marido, ella simplemente deseaba ver a su nieta bien casada y con el futuro asegurado. El problema era que, conforme pasaban los años, la persistencia para empujarla a los brazos de cualquier hombre de cierta fortuna se estaba tornado insoportable. La abuela veía prospectos de marido hasta debajo de las piedras, instando a su nieta a considerar a los candidatos más absurdos, sin importar edad o aspecto físico; con que tuvieran un buen nombre y dinero, a la abuela le parecía más que suficiente. A los ojos de Helena, su nieta de 23 años era prácticamente una solterona y no podía ponerse exigente, sus mejores años en el mercado matrimonial ya habían quedado atrás y ahora le tocaba conformarse con lo que hubiera. Perla veía las cosas distintas, era joven, rica e inteligente, y no veía motivos para conformarse. Además, si bien le agradaba la idea del matrimonio, tampoco temía a la soledad. Perla estaba esperando a alguien extraordinario, el matrimonio se le figuraba una aventura y anhelaba vivirla con alguien osado que hiciera de esa aventura una vivencia por la que valiera la pena atarse toda la vida; menos le parecía inaceptable y, hasta ahora, a nadie había conocido con el arrojo necesario para quererlo llamar esposo. Aunque jamás lo había dicho en voz alta, Perla prefería permanecer soltera que resignarse a un matrimonio aburrido.
Felicia dio un giro en su lugar para hacer volar la falda del vestido blanco y admirarse en el espejo, su felicidad era imposible de ocultar, estaba demasiado entusiasmada con su casamiento. Amaba la idea de ser el centro de atención, un día en el que todo girara alrededor de ella.
Perla le sonrió a la futura novia desde su asiento, le alegraba que su prima hubiera encontrado al indicado. En su corazón no había el menor atisbo de envidia o resentimiento, a pesar de que Felicia era unos años menor y de que su boda había hecho que la abuela redoblara su insistencia por encontrarle esposo.
—No puedo esperar para que todos me vean, en especial mi Max —dijo Felicia con ensoñación.
—Tu novio no sabrá ni qué lo golpeó, va a quedar embelesado —aseguró Perla.
Helena se puso de pie de golpe.
—Creo que saldré a tomar aire un momento —dijo abanicándose con las manos.
La abuela iba a llorar por la emoción y no quería que la vieran, ambas lo supieron al instante.
—Siempre haciéndose la dura —comentó Perla una vez que la abuela salió de la habitación.
—Cree que dejar que la veamos llorar es un símbolo de debilidad —comentó Felicia antes dedicarse otra mirada en el espejo, aunque esta fue más breve—. Lamento que esté encima de ti por mi causa.
Perla hizo un ademán despreocupado que acompañó con una sonrisa.
—Olvídalo, nada de esto es tu culpa. Es la mía por “ser demasiado exquisita a la hora de elegir” —dijo imitando el tono de censura de la abuela.
Ambas jóvenes rieron. Luego la novia tomó asiento junto a su prima.
—Sé que la abuela puede ser pesada, pero tal vez tiene un poco de razón. Creo que en tu mente has hecho algo muy grande del amor, lo idealizas de una forma que se ha vuelto un imposible —dijo Felicia intentando tener mucho tacto para no herirla—. Y no me malinterpretes, el amor es extraordinario. Estar enamorada de Max es una sensación indescriptible, pero también hay que tener los pies sobre la tierra, no perderse en fantasías. Si soñamos demasiado, la realidad se vuelve insuficiente.