Tadeo Duval entró al salón donde se encontraba su hija leyendo, tomó asiento junto a ella y se inclinó para darle un beso. Perla hizo el libro a un lado y le dedicó una hermosa sonrisa, dejándole saber que tenía toda su atención.
—Llegas temprano a casa —observó, notando por la ventana que el sol aún no se ocultaba.
Como asesor del rey Draco Mondragón, su padre solía trabajar largas horas y era común no verlo antes del anochecer.
—La reina tiene un ligero resfriado y el rey deseaba cuidar de ella, nos envió a casa para poder pasar tiempo con su mujer —le explicó.
—Qué lindo que la procure aún después de todos estos años que llevan de matrimonio, debe amarla muchísimo —comentó Perla con un gesto de ternura.
—Nada de lindo, así es como debe de ser. Algún día, tu esposo cuidará de ti y tú cuidarás de él. Es lo normal entre las parejas que se aman —le aseguró Tadeo—. Hablando de ello, la abuela me comentó que esperas la visita de cierto caballero que está interesado en ti. Espero que también venga a hablar conmigo de sus intenciones, necesito saber qué clase de persona es antes de permitir que se acerque a ti.
Sin que él lo viera, Perla rechinó los dientes.
—No, papá, como siempre, la abuela se adelantó. Bailamos en la boda de Felicia, eso es todo. No espero que me visite, ni que hable contigo de sus intenciones, puesto que no tiene ninguna. Él está aquí por negocios, no buscando esposa, y yo tampoco estoy interesada en él. La abuela inventó una atracción donde no la hay, ya sabes que ve maridos para mí hasta debajo de las piedras.
—Bueno, pero ella afirmó que los vio charlando animadamente en la boda, creí que eso significaba que te había agradado. Dime, ¿no te atrae? ¿Es feo? ¿Viejo? —preguntó Tadeo con curiosidad.
—No, nada de eso. Su aspecto no es el problema, lo que sucede es que él es de Cima de Fuego. Imagina que doy pie a que me pretenda y acaba proponiéndome matrimonio. Tendría que irme a vivir con él a ese rincón del reino tan lejano. Jamás podríamos vernos ¡Ni por todos los dragones del reino! Yo no me alejo de ti —dijo reclinándose sobre el hombro de su padre.
Tadeo la besó en la frente, sonriendo ante la lógica de su hija.
—No voy a refutarte eso. Me parece una decisión atinada —dijo igual de renuente a que su pequeña se alejara de su vida.
—Por favor, no le digas nada a la abuela, no quiero que esté regañándome por dejar pasar un candidato. Ya sabes cómo se pone —pidió Perla.
Tadeo accedió con gusto. Él no veía bien que nadie presionara a Perla para casarse. Era consciente de que ella estaba dejando pasar más tiempo de lo común para elegir marido, pero no deseaba que se precipitara y terminara casada con alguien que la hiciera infeliz; además, tampoco tenía prisa por verla marcharse de su hogar. Perla era su alegría más grande, verla lo ayudaba a sobrellevar los días oscuros y era un bálsamo que aliviaba la ausencia de su amada esposa.
—Creo que aprovecharé mi tarde libre para ponerme al día con mis lecturas, hace bastante que no tengo el tiempo para sentarme junto a la chimenea a disfrutar un buen libro. Haré eso hasta la hora de la cena —comentó Tadeo sintiendo como ya se iba relajando solo de pensarlo, su trabajo era demasiado demandante y sus horas se ocio muy pocas.
—Suena un buen plan —dijo Perla—. Por cierto, esta noche no cenaré en casa. Amelia Parisi me invitó a cenar con ella, puede que incluso pase la noche allá, ya sabes cómo nos gusta platicar por horas.
—Mientras Gilda te acompañe, no veo inconveniente. Diviértete, cariño —dijo Tadeo con una sonrisa.
Perla también sonrió, pensando a quién planeaba ver esta noche en realidad y que no podía esperar para estar con él.
Al anochecer, Perla y Gilda partieron, supuestamente a casa de los Parisi, unos viejos amigos de la familia. Por la discreción del chofer no debían preocuparse, hacía mucho que Gilda había comprado su silencio por medio de sobornos; así que, si el señor de la casa preguntaba, él diría que llevó a la señorita Duval con los Parisi como se suponía.
El chofer detuvo el carruaje en la entrada de la dirección que les dio Xavier, Gilda fue la primera en descender para llamar a la puerta. El mayordomo abrió, entonces Gilda le hizo una seña a Perla para que descendiera. Esta lo hizo con la caperuza de la capa sobre la cabeza para ocultar su identidad de cualquier vecino que pudiera estar de entrometido en una ventana. La discreción era crucial en estos casos.
El mayordomo se hizo a un lado para dejar pasar a ambas mujeres al recibidor.
—Bienvenida, señorita —dijo con cordialidad antes de hacerle una seña educada para pasar al comedor.
—Te esperaré en el ala de los sirvientes. Si me necesitas, manda llamarme —susurró Gilda antes de retirarse hacia la parte posterior de la casa.
Conforme caminaba al comedor, Perla se removió la capa y se la tendió al mayordomo. Este la tomó sin tardanza.
—Le avisaré a mi señor que está aquí —dijo dejándola sola en el comedor.
La mesa ya estaba dispuesta, platillos exquisitos, vino y velas para iluminarse. Perla miró todo con agrado, aunque en el fondo de su corazón empezaba a sentir una inquietud cuyo origen no podía identificar. Concluyó que debía tratarse de nervios y decidió ignorarlos.