En las garras del salvaje

Capítulo 15

Al ver que el tío Leónidas estaba sometido por los bandidos, Perla decidió que no le quedaba más remedio que huir o acabaría igual. Abrió la portezuela del carruaje y salió disparada lejos de la pelea en dirección a una zona arbolada que acababan de dejar atrás hacía un rato.

—¡Atrápenla! —gritó una voz a sus espaldas.

¿Era su imaginación o escuchó la voz de una mujer? Se sintió desconcertada, pero no había tiempo para averiguar, debía poner la mayor distancia posible entre ella y los malhechores. Necesitaba salir de la llanura en la que era un objetivo fácil de ver y llegar al área con árboles en donde sería más sencillo esconderse. Pensó con gusto que el sol estaba por ponerse y que la noche sería su aliada para ocultarse.

El largo de su vestido no ayudaba para la huída, sus pies pisaban la falda una y otra vez restándole velocidad. Perla quiso levantarse la falda para agilizar su carrera, pero la daga que sostenía en su mano derecha le impedía hacerlo correctamente. En una decisión impulsiva, Perla arrojó la daga sobre la hierba a sus pies, considerando que le era mejor escapar de los bandidos que enfrentarlos con una daga. Si habían logrado someter a su tío, que era uno de los guerreros más arrojados que conocía, ella no sería rival para esos sujetos; esconderse era mucho más sensato.

Con el camino de sus pies despejado, Perla logró correr a mayor velocidad, pero poco le sirvió, puesto que en ese momento escuchó el galopar de un caballo detrás de ella, prácticamente pisándole los talones. Se ordenó a sí misma no caer en la desesperación y se concentró en seguir corriendo a todo lo que su cuerpo le daba. Casi al llegar a los árboles, sintió que era alzada en el aire como si no pesara nada. Perla soltó un grito de terror mientras su captor la echaba sobre los lomos del caballo y sus propias piernas.

—Te tengo —dijo el jinete en tono triunfal.

Eso es lo que crees, pensó Perla para su adentros antes de asestarle un codazo a la costilla derecha. El jinete movió uno de sus brazos para cubrirse, entonces Perla quiso aprovechar para dejarse caer al suelo. Al notar sus intenciones, el jinete la sujetó con fuerza por la espalda y ella comenzó a forcejear y a patalear frenética. El jinete era demasiado fuerte para ella, por lo que mantenerla sometida no le suponía el menor problema. Sin embargo, el caballo reaccionó mal al ajetreo que se tenían sobre sus lomos y los tiró a ambos levantándose sobre sus patas traseras.

Fue el bandido quien se llevó la peor parte de la caída, aterrizando sobre su espalda. El impacto contra el suelo lo dejó sin aire y Perla, que cayó sobre el pecho del jinete sin un rasguño, aprovechó que él estaba fuera de combate momentáneamente para echarse a correr de nuevo.

Esta vez logró llegar a la zona arbolada. Una vez ahí, escuchó el caudal del río, aunque no pudo verlo. Empezó a correr en zigzag por entre los árboles, con la esperanza de confundir a su perseguidor. Perla sabía que el río que llevaban días viendo en su camino nacía en Dranberg y pensó que su mejor opción para no extraviarse era seguirlo de vuelta a casa; en el peor de los casos, se podía arrojar al agua y la corriente la llevaría lejos de los bandidos. Siguió el sonido del agua correr por entre los árboles, sin atreverse a voltear atrás para saber si aún la seguía el bandido.

Perla empujaba las ramas del camino con sus manos, de modo que sus brazos empezaron a presentar varios rasguños que hacían su piel arder. Ignoró el dolor de las heridas, del mismo modo que estaba ignorando el cansancio de sus piernas por correr. Lo único que importaba era escapar. No quería ni imaginar qué le harían si lograban atraparla.

Sobre el sonido de su respiración y sus pisadas frenéticas, Perla escuchó otro andar a sus espaldas. Soltó un chillido de angustia y apretó aún más el paso. Se tiraría al caudal, era lo único que le quedaba para escapar.

Por fin llegó a la orilla del río, la sonrisa de triunfo en su rostro duró apenas un segundo, puesto que de inmediato se dio cuenta de que su plan era imposible. La corriente era demasiado agresiva, la lluvia del día anterior había nutrido de tal manera el caudal que el agua golpeaba con violencia la orilla y las rocas a su paso, se ahogaría en un instante.

Mientras contemplaba atónita la imposibilidad de su única forma de escape, el bandido le dio alcance y la tomó por la espalda.

—¡Ni creas que puedes huir! —exclamó al atraparla.

Perla trató de defenderse, llevó sus manos a la cara de él para rasguñarlo, pero solo logró arrancarle el velo que cubría su rostro. Tiró la tela a un lado y empezó a patearlo y a dar codazos para que la soltara, pero él no cedía, al contrario, comenzó a arrastrarla de vuelta por donde venían. Perla trató de resistirse, pero era difícil luchar con alguien que tenía a la espalda. Manoteó desesperada e incluso le arañó una mejilla, pero él no la soltó. Entonces sus manos dieron con el cabello del bandido, lo llevaba largo, casi a la altura de los hombros, de modo que ella pudo tirar de él, haciéndolo emitir un gruñido de queja. Volvió a tirar, esta vez él la soltó. Entonces Perla salió disparada al frente, pero su impulso fue tanto que no logró frenar a tiempo y terminó cayendo al río.

En un segundo, el mundo fue otro. Perla se vio envuelta en la violencia de la corriente, sumergida por completo en el agua helada, solo logrando sacar la cabeza por breves momentos. Intentó asirse de algo, alguna rama, alguna piedra, pero sus manos no lograban dar con nada. Por más que movía las piernas, su cuerpo no era rival para la corriente, el agua la arrastraba sin darle oportunidad. Después de unos minutos de inútil pelea, Perla tuvo la certeza de que moriría ahogada. Apenas lograba sacar la cabeza a instantes para respirar, pero no estaba siendo suficiente, pronto perdería el conocimiento.




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