En las garras del salvaje

Capítulo 16

Perla comenzó a caminar por donde el bandido le decía, o más bien, por donde su daga señalaba, puesto que él hablaba poco y se limitaba a apuntar con su arma hacia donde ella debía dirigirse.

Salieron de la zona arbolada de vuelta a la llanura. Él único rastro del hurto eran los cuerpos caídos de los hombres que trabajaban para su familia; las carretas y los caballos habían desaparecido. Con seguridad el resto de los bandidos se habían llevado su botín a donde fuera que estuviera su escondite. Apartó los ojos para no mirar los cadáveres a su paso, asqueada con tanta crueldad. 

Pasaron el lugar y siguieron andando, Perla intentó mover las manos para ver si el cordón se aflojaba, pero su captor había hecho un buen trabajo al sujetarla.

—Me arañaste el rostro —observó él llevándose una mano a la mejilla herida—. Eres una gatita salvaje, ¿no?

Perla encontró irónico que él la llamara salvaje. Entre una dama de sociedad y un bandido, quedaba claro a cuál de los dos hacía falta civilizar.

—Confórmate con lo que robaste hoy y déjame ir. Es tu mejor oportunidad de salvar el pellejo, no dejes que la ambición te nuble el juicio —le advirtió Perla, haciendo acopio de todo su valor.

El bandido soltó una estruendosa carcajada.

—¿Ambición? El dinero es irrelevante aquí. Oh, no, lo que busco es aún mayor.

Perla se sintió desconcertada, seguramente se habían hecho de una fortuna con todo el cargamento que acababan de robar. Si esto no era por dinero, ¿qué diantres buscaban?

—Vas a arrepentirte de lo que estás haciendo, no imaginas lo caro que pagarás estarme haciendo daño —fue lo único que se le ocurrió contestar.

Él soltó otra carcajada.

—¿Daño? Yo no te he hecho daño, no aún al menos. Más te vale cerrar la boca y obedecer o eso cambiará muy rápido. Entonces te mostraré lo que la palabra daño significa.

Las piernas se le aflojaron por la amenaza, de modo que su captor tuvo que asirla de un brazo para que siguiera andando. Su cuerpo no dejaba de temblar, parte por el frío de llevar el vestido empapado y parte por el miedo que le infundía él.

La noche cayó antes de que pudieran llegar a su destino, Perla vio el campamento a la distancia y no pudo evitar alegrarse, aunque sabía que aquel lugar no tenía nada bueno para ofrecerle, al menos podría descansar sus piernas exhaustas.

A unos metros de llegar al campamento, se toparon con un puesto de vigilancia improvisado. Ahí se encontraban dos de los bandidos, vistiendo la misma túnica negra, aunque ya con el rostro descubierto. Perla quedó helada al notar que no eran bandidos, sino bandidas.

—Mira nada más, creímos que te habíamos perdido, Halcón ¿Qué te tomó tanto tiempo? —preguntó una de ellas con una enorme sonrisa.

—No me digas que la niñita rica te dio problemas —dijo la otra en tono burlón—. Un halcón batallando con una presa tan fácil, eso sí que es irónico.

—No se confíen, esta da pelea —contestó él secamente—. ¿Dónde está el prisionero?

—Donde tú ordenaste. Estábamos esperando que volvieras para echar a andar el plan —contestó la primera mujer.

Perla supo de inmediato que se referían a su tío. ¿Qué plan era ese del que hablaban? Ahora entendía que en verdad no les interesaba robar el cargamento, que había algo más siniestro detrás. De otro modo, habrían matado a su tío junto con los demás hombres. En silencio deseó que, lo que fuera que pretendieran, no involucrara mucho sufrimiento para el tío Leónidas.

—¿Dónde pondrás a la niña rica? No esperábamos que Duval trajera acompañantes —comentó la otra.

—Despreocúpense, yo me encargo de ella —dijo él antes de picar a Perla con la punta de la daga en la espalda para obligarla a andar.

El pinchazo fue momentáneo, pero suficiente para hacerla obedecer en silencio.

Al paso lento que le permitían sus piernas, llegaron finalmente al campamento. Por entre las tiendas iban y venían las bandidas, riendo y charlando despreocupadas. Perla quedó boquiabierta al notar que todas eran mujeres. ¿Dónde están los hombres?, se preguntó en silencio.

—Hola, Halcón.

—Es bueno verte, Halcón. 

Decían las mujeres al pasar su captor.

Perla no entendía lo que estaba viendo, ¿era esta alguna clase de harén masivo en el que el tal Halcón era el único hombre? 

El entorno le era tan ajeno, tan novedoso, que Perla sintió que se encontraba en otro mundo. La forma de comportarse de las mujeres distaba mucho de lo que ella estaba acostumbrada. Aquí no moderaban sus movimientos, ni la cadencia de sus voces o sus risas. Parecían hacer lo que les viniera en gana mientras se repartían gustosas el botín que acaban de robar. Perla vio a su paso las sedas, joyas y los barriles de especias que su familia pretendía vender en Encenard, todo en manos de sucias ladronzuelas.

El Halcón la hizo detenerse frente a la tienda mas grande.

—Entra —le ordenó con voz firme.

Perla hizo lo que le decía. Al entrar, se llevó otra sorpresa. Esperaba encontrar un lugar sucio con piso de tierra y quizá un tapete raído sobre el cual dormir, pero el interior de la tienda estaba gratamente bien amueblado. Una cama, una mesa con sillas, un baúl y, lo mejor, el piso era un tablón que impedía el paso de la humedad del césped debajo.




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