Perla quedó aturdida, su mente producía pensamientos más rápido de lo que ella lograba discernir, de modo que quedó enmarañada en su propia cabeza. Este no era un asalto cualquiera, era un secuestro. Ahora era claro por qué habían matado a todos excepto al tío Leónidas. Tontamente, Perla acababa de informarle que tenía en su poder a una víctima mucho más efectiva que el hermano de Tadeo Duval. Quiso dar otro paso para atrás, esta vez el Halcón la soltó.
—Este sin duda es mi día de suerte, las palomas van a dar saltos de alegría cuando les cuente quién eres —dijo en tono triunfal.
Perla entendió que las palomas era las bandidas. Ellas le decían Halcón y él de regreso las llamaba palomas, aunque le pareció que el sobrenombre no les iba, pues esas mujeres eran todo menos pacíficas. Al darse cuenta que estaba divagando en tonterías, Perla se amonestó a sí misma en silencio, su atención debía estar enfocada en el forajido que tenía enfrente.
—Estás loco si crees que te ayudaré a lastimar a mi padre —dijo alzando la barbilla.
—¿Quién dijo que busco lastimarlo? Lo único que deseo es que se haga justicia. Además, no necesito de tu ayuda, con tenerte en mi poder basta. Tu padre cumplirá nuestras demandas para recuperarte —dijo el Halcón, altivo—. Ahora obedece de una vez y cámbiate esa ropa, tenemos cosas hacer.
—¿Qué cosas? —preguntó ella con desconfianza.
—Te llevaré a ver a tu tío, ¿no quieres saber cómo está? Seguramente, una buena sobrina como tú desea ver con sus propios ojos que mis palomas no lo hayan dejado muy maltrecho.
Perla agachó la mirada, por supuesto que quería. Por dentro temía que esas bandidas le hubieran hecho daño.
—Dame un momento a solas para cambiarme —le pidió mirando la túnica.
—¿Para que puedas escapar? Debes creer que soy muy tonto.
—Te doy mi palabra que no escaparé, pero necesito mi privacidad.
El Halcón soltó una risa seca.
—Como si la palabra de un Duval valiera para algo —dijo despectivo.
Perla se sintió profundamente humillada por la observación, pero no quiso discutir, ahora lo único que deseaba era ver a su tío. Tal vez entre los dos podrían escapar de este grupo de salvajes.
—Entonces manda a una de tus palomas a vigilarme, no pienso quitarme la ropa frente a ti —dijo mirándolo con firmeza, para que supiera que estaba determinada.
El Halcón soltó un resoplido desdeñoso, como si su pudor le pareciera ridículo, pero pareció aceptar, puesto que comenzó a caminar a la salida de la tienda y asomó la cabeza fuera. Con medio cuerpo en el exterior, el Halcón chifló a todo lo que daban sus pulmones.
—¡Rania, ven para acá! —ordenó en un tono que rayaba en lo amigable, sobre todo comparado con el que usaba para hablarle a Perla.
¿Qué clase de salvaje falto de civilización le chifla a una persona cuando quiere llamarla?, pensó Perla horrorizada.
Casi al instante, una mujer de unos treinta y cinco años entró a paso bonachón.
—¿Qué puedo hacer por ti, Halcón? —preguntó Rania colocándose frente a él.
—No la pierdas de vista —dijo el Halcón señalando a Perla—, y si intenta cualquier tontería, te doy permiso de castigarla… un poquito.
Los labios de Rania se curvaron en una sonrisa maliciosa con eso último y a Perla se le erizó la piel de todo el cuerpo. ¿A qué clase de castigo se refería?
—Estaré fuera, no tardes —dijo el Halcón hacia Perla y salió de la tienda dejando a ambas solas.
Ignorando a Rania, Perla desató su corsé y lo arrojó al suelo, después se quito la blusa, la falda y finalmente la ropa interior.
Rania caminó hasta ella, se colocó de cuclillas a su lado y comenzó a examinar las prendas con curiosidad, como si jamás hubiera visto un vestido como ese. A Perla no le sorprendió, dudaba que en el campamento tuvieran muchas oportunidades de ver lo que vestía la buena sociedad de Dranberg. De pronto, algo más llamó la atención de Rania, estiró la mano y tocó el muslo de Perla.
—Mira qué suave —dijo admirada, acariciando su tersa piel—. Debes tener un sirviente solo para que te aplique ungüentos y aceites.
—¡No me toques con tus manos sucias! —explotó Perla con enojo, haciéndose a un lado y terminando de colocarse la túnica aprisa.
Rania encogió la mano, sobresaltada por el exabrupto y se puso de pie.
Alertado por el grito, el Halcón entró de inmediato a la tienda.
—¿Qué está pasando aquí? —demandó saber.
Aunque ya tenía la túnica puesta, Perla seguía sintiéndose desnuda y, por instinto, se llevó las manos al pecho. La tela era de buen grosor, pero debajo no llevaba nada y ella acostumbraba portar varias capas de ropa.
—La niñata tiene la piel más suave que te imagines… las ventajas de no tener que trabajar ni un día de la vida —dijo Rania mientras alzaba la ropa mojada del suelo.
El Halcón recorrió a Perla con los ojos, tomándose su tiempo, asumiendo que lo que decía Rania era verdad y sintiendo una creciente curiosidad por averiguarlo.