En otra vida

IV

El auto de Meyer avanzaba con suavidad por las calles de la ciudad, alejándonos cada vez más de los lugares que me resultaban conocidos.

Las luces de los edificios altos quedaban atrás, mientras las sombras de los árboles cubrían las calles más angostas que íbamos atravesando.

Había algo casi mágico en ese ambiente, y aunque una parte de mí estaba intrigada, otra no podía evitar sentirse nerviosa.

—¿A dónde vamos exactamente? —pregunté, tratando de ocultar mi incertidumbre.

—Es una sorpresa, ojitos raros —respondió Meyer, con esa sonrisa arrogante que tanto me frustraba, pero que también lograba desarmarme un poco.

Aceleró, y el paisaje volvió a cambiar. Pronto dejamos atrás la zona moderna de la ciudad y nos adentramos en un barrio que nunca había visto antes. Las calles eran más estrechas, los edificios más antiguos, como si hubiéramos viajado en el tiempo.

Finalmente, Meyer detuvo el auto frente a una gran puerta de madera oscura, decorada con faroles que lanzaban una luz cálida y tenue.

—Es aquí —dijo Meyer mientras bajaba del auto y, como todo un caballero, abría mi puerta—. Confía en mí, te va a encantar.

Me bajé del auto, tratando de mantener la compostura, aunque mi curiosidad era cada vez mayor. Una ligera brisa nocturna acarició mi rostro mientras me ajustaba la chaqueta que Meyer me había ofrecido.

Frente a nosotros, la imponente puerta estaba custodiada por un hombre alto, de rostro serio, vestido completamente de negro. Parecía un guardián de otro tiempo. Meyer caminó hacia él con seguridad y, sin pronunciar una palabra, inclinó la cabeza.

—Luz de la luna —susurró Meyer, lo suficientemente alto como para que yo lo escuchara.

El hombre asintió sin decir nada y, de manera casi solemne, abrió la puerta. Mi corazón dio un vuelco. ¿Contraseñas secretas? ¿A dónde demonios me había traído?

Entramos y lo que vi me dejó sin aliento. El interior estaba iluminado por cientos de pequeñas luces que colgaban del techo, creando la ilusión de un cielo estrellado.

Todo el lugar parecía sacado de un sueño. Las parejas bailaban en el centro, moviéndose con una gracia que parecía casi irreal. Las mesas, los detalles en tonos dorados y plateados, las flores blancas… todo estaba diseñado para deslumbrar.

—Es... increíble —susurré, incapaz de disimular mi asombro.

—Te dije que sería diferente a lo que estás acostumbrada —respondió Meyer con una sonrisa traviesa mientras me guiaba hacia la pista de baile.

Antes de que pudiera reaccionar, tomó mi mano y me condujo al centro. La música, suave y envolvente, parecía susurrarnos al oído mientras comenzábamos a bailar.

Al principio, mis movimientos eran torpes, pero Meyer me guiaba con una facilidad que hacía que todo pareciera fluido, casi natural. Cada paso, cada giro, nos hacía sentir como si flotáramos bajo ese falso cielo estrellado.

—Eres buena bailando —comentó Meyer, sin apartar su mirada de la mía.

—No tanto como tú —repliqué, riendo nerviosa. No podía creer lo bien que se movía. Era como si hubiera hecho esto mil veces antes—. ¿Vienes aquí a menudo?

—Cuando necesito desconectar. Este lugar es… especial.

—¿Especial? —pregunté, incapaz de ocultar mi curiosidad. Hasta ese momento, Meyer siempre había sido un enigma para mí, alguien que nunca mostraba más de lo estrictamente necesario—. ¿Por qué es especial para ti?

Meyer me miró por un segundo, y por un instante creí que iba a abrirse, que me dejaría ver un lado de él que normalmente ocultaba. Pero en lugar de responder, sonrió de esa manera enigmática que empezaba a frustrarme.

—Ya lo descubrirás —respondió finalmente, evadiendo la pregunta con una destreza que parecía haberse vuelto su marca personal.

Suspiré, pero decidí no insistir. Había algo mágico en la noche, y no quería arruinarlo con preguntas que probablemente no obtendrían respuesta.

Bailamos durante lo que parecieron horas, perdidos en la música, las risas y la suave luz que nos rodeaba. Nunca había vivido algo tan romántico, tan surrealista.

Era como si el resto del mundo hubiera desaparecido, dejándonos a Meyer y a mí solos bajo ese cielo de luces. De vez en cuando, nuestros ojos se encontraban, y había algo en su mirada que me hacía sentir vulnerable, expuesta. Pero era una vulnerabilidad que me atrevía a explorar.

—No pensé que esta noche sería así —le confesé en un momento, mientras girábamos lentamente en la pista de baile.

—¿Cómo pensaste que sería? —preguntó, levantando una ceja.

—No lo sé... Tal vez esperaba algo más típico de ti. Algo más... caótico.

Meyer se rió, una risa genuina que no había escuchado antes.

—Bueno, supongo que puedo sorprenderte de vez en cuando.

Justo cuando comenzaba a relajarme, algo en su expresión cambió. Una sombra cruzó su rostro, y de repente, sentí que el aire entre nosotros se volvía más denso. El baile continuó, pero el momento se había enfriado. Finalmente, la música bajó el volumen y decidimos que era hora de irnos.

Mientras nos dirigíamos hacia el auto, el ambiente entre nosotros se había vuelto más relajado, aunque no podía ignorar la ligera tensión que seguía flotando en el aire.

Subimos al coche y, mientras avanzábamos por las calles, la conversación fue ligera al principio. Todo parecía estar bien hasta que una pregunta que llevaba tiempo en mi mente salió casi sin pensar.

—Sabes... —comencé con suavidad, sin mirarlo directamente—. Siempre te llaman Meyer. Es tu apellido, ¿no? ¿Cuál es tu nombre?

El silencio que siguió a mi pregunta fue tan frío como inesperado. Pude sentir cómo el ambiente cambiaba en un instante. Meyer no me miró, pero su mandíbula se tensó y sus manos se aferraron con más fuerza al volante.

—Eso no importa —respondió secamente, sin molestarse en disimular su incomodidad.

Lo miré, confundida.

—¿Cómo que no importa? —insistí—. Es solo tu nombre. Quiero saberlo.




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