El reloj marcaba las cinco de la tarde cuando subí al avión. El sol comenzaba a deslizarse perezosamente hacia el horizonte, tiñendo el cielo con pinceladas de naranjas, rosados y dorados que parecían salir de un cuadro. Me detuve un momento para mirar por la ventana antes de acomodarme en mi asiento, tratando de dejar que la belleza del atardecer calmara los pensamientos caóticos que hervían en mi mente.
Iba a pasar el fin de semana con mis padres, algo que normalmente me llenaba de una alegría profunda, casi infantil. No hay nada como el abrazo reconfortante de mi madre o las bromas suaves y cariñosas de mi padre. Pero esta vez… las emociones eran más complejas.
No podía dejar de pensar en Meyer. Desde aquella noche en su auto, cuando con firmeza le dije que no iba a soportar más sus desplantes, no había vuelto a saber de él. Ni un mensaje, ni una llamada, ni siquiera un cruce de miradas en los pasillos de la universidad.
Parecía que de lo había tragado la tierra, el literalmente había desaparecido, no sabía nada de él.
El silencio de su parte era ensordecedor.
Era como si se hubiera desvanecido del mundo y yo… yo me encontraba en medio de un remolino de dudas e inseguridades.
¿Había sido demasiado dura con él?
¿O quizás no significaba tanto para él como yo había creído?
Tal vez nunca fue real para él, pero para mí... ese beso había sido tan importante, tan profundo, que había revuelto cada rincón de mi corazón, despertando sentimientos que nunca había sentido antes.
Me acomodé en el asiento y dejé escapar un suspiro largo. "Deja de pensar en eso", me dije a mí misma. Este fin de semana debía ser para disfrutarlo con mis padres, para desconectar. No tenía sentido atormentarme por Meyer. Después de todo, estaba yendo a casa, a ese lugar que por muchos años sentí que me asfixiaba, donde sentí que no tenía libertad pero que ahora lo consideraba mi refugio un lugar seguro que mis padres habían construido para mí, donde siempre me había sentido protegida, lejos de las expectativas, las miradas curiosas y las presiones que enfrentaba en el mundo exterior.
Mientras el avión despegaba suavemente, traté de centrarme en lo que vendría a continuación. Recordé la calidez de la cocina de mi madre, el aroma del café recién hecho y los platos exquisitos que siempre preparaba para consentirme.
Recordé las tardes en el jardín, donde mi padre y yo solíamos charlar sobre cualquier cosa mientras el viento jugaba con las hojas de los árboles. Había algo en esa rutina que me daba paz, que me recordaba que, no importa cuán complicado fuera el mundo allá afuera, en casa siempre encontraría amor incondicional.
Sin embargo, mientras el avión ascendía y dejaba atrás el bullicio de Inglaterra, sentí que una parte de mí seguía atada a ese beso, a ese instante cargado de emociones, y a la cruel frialdad que le había seguido.
"¿Por qué desapareciste, Meyer?", pensé, cerrando los ojos y apoyando mi cabeza contra el asiento. Intenté, con todas mis fuerzas, apartar esa pregunta de mi mente.
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El viaje fue relativamente corto, y antes de darme cuenta, estaba aterrizando en suelo estadounidense. Sentí un alivio al ver el aeropuerto de siempre, uno que me conocía más de lo que lo hacía cualquier otro lugar en el mundo. Tan pronto salí, un coche negro ya estaba esperándome, el chófer de la familia me dio la bienvenida con una sonrisa cálida.
—Señorita Clara, sus padres están muy emocionados de verla. La han estado esperando toda la semana.
—Gracias, Henry. También estoy emocionada de verlos —respondí, devolviendo la sonrisa. Sabía que mis padres siempre se esmeraban en hacerme sentir bien cuando regresaba a casa.
El trayecto hacia la mansión fue rápido, y antes de darme cuenta, ya podía ver las enormes puertas y la fachada de mi hogar. A pesar de lo enorme y ostentoso que era, siempre había algo acogedor en esa casa. Quizás eran las memorias o el simple hecho de que, a pesar de toda la opulencia, mis padres jamás me hicieron sentir atrapada, fue el encierro en esta el que me hizo sentir atrapada en un mundo superficial.
Todo lo contrario ahora, lo sentía mi refugio.
Las puertas se abrieron lentamente y vi a mis padres en la entrada, con sonrisas en sus rostros. Me bajé del coche rápidamente y corrí hacia ellos.
Mi madre, con su elegancia natural y una calidez que contradecía su imagen pública de exmodelo inalcanzable, me envolvió en un abrazo.
—Mi amor, por fin estás en casa —dijo, su voz suave y cariñosa.
—¡Te extrañamos tanto, pequeña! —dijo mi padre, uniéndose al abrazo grupal. Su tono firme y protector me hacía sentir, como siempre, que estaba a salvo.
Nos quedamos así por un rato, abrazándonos como si no hubiera pasado tanto tiempo desde la última vez que estuve allí.
Sentí una oleada de alivio.
Este era el único lugar donde podía ser yo misma, sin las expectativas ni el peso de la identidad de mis padres.
—¡Cariño! —dijo, mi madre abrazándome como si no me hubiera visto en años—. Estás más delgada, ¿has estado comiendo bien?
Solté una risa suave mientras la abrazaba de vuelta.
—Sí, mamá, estoy bien.
—Bueno, de todas formas te prepararé algo especial esta noche. Vamos a celebrar que estás en casa —dijo, guiñando un ojo.
—Tenemos todo el fin de semana planeado —anunció mi padre con entusiasmo—. Nada de eventos ni prensa. Solo nosotros.
—¿Y qué haremos? —pregunté, con curiosidad genuina.
—Lo que quieras, cielo. Pensamos pasar el día en la playa mañana, tal vez organizar una barbacoa en el jardín. Algo tranquilo, solo para nosotros —dijo mi madre.
La idea sonaba perfecta. Sonreí y me dejé guiar hacia la casa, disfrutando del calor de su compañía.
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A la mañana siguiente, después de un desayuno casero que me hizo recordar lo mucho que extrañaba la comida de casa, fuimos a la playa. No era una playa pública, claro.