Habían pasado dos días desde aquella tarde con Sofía. Una tarde que había sido como un bálsamo, el tipo de cura que alivia el alma y la mantiene a flote.
Esa salida me había ayudado a distraerme, a abrirme, y a olvidarme, aunque fuera solo un poco, de lo que había pasado con Meyer.
Sofía tenía ese efecto en mí: su alegría, su forma de ver la vida, me hacía sentir menos sola y mucho más fuerte, capaz de enfrentar cualquier cosa.
—Hoy empieza el verdadero "adiós" a Meyer —me dije en voz baja, mirándome al espejo.
Me quedé observando mi reflejo unos segundos, como si al repetirlo pudiera grabarlo en mi mente y hacer que se volviera real. Tomé un respiro profundo, cerré los ojos y volví a abrirlos.
"Ya basta de darle vueltas", me repetí mientras me cepillaba el cabello con determinación.
Con una renovada seguridad, salí de casa para encontrarme con Sofía. El camino al campus se hizo corto mientras nos sumergíamos en una conversación animada sobre una película de comedia que habíamos visto el fin de semana.
Nos reíamos tanto que nuestras voces retumbaban por el pasillo desierto. Sentí cómo, por primera vez en días, una ligereza invadía mi pecho.
—Y entonces... —Sofía imitó el tono de uno de los personajes, haciéndome reír aún más—, "¡no puedo creer que esto esté pasando!"
Mi risa se ahogó abruptamente cuando algo firme, cálido, me sujetó la mano, deteniéndome en seco.
La risa de Sofía resonaba un paso delante de mí, pero en ese momento solo existía ese tirón, y la sensación de algo inevitable que se cernía sobre mí.
No tuve tiempo de procesarlo; un suave tirón me hizo retroceder, y mi cuerpo chocó contra algo firme… y sorprendentemente familiar.
Era como una pared, solo que esta pared era caliente, sólida y, sin duda, humana.
La piel se me erizó, y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza al oír una voz conocida, un susurro cálido y un poco burlón en mi oído:
—¿Me extrañaste, ojitos raros?
Mi corazón se detuvo, y por una fracción de segundo me sentí fuera de la realidad. Meyer.
No podía ser.
Justo cuando me había prometido dejarlo atrás, él aparecía de la nada, como si nada.
Al girarme, mi piel se erizó al reconocer la figura alta y sólida detrás de mí.
Meyer estaba ahí, sosteniéndome.
Su toque, familiar y sorprendentemente cálido, me quemaba como el primer día que nos conocimos.
Levanté la vista, y mis ojos recorrieron los suyos, hasta detenerse en la herida que marcaba su ceja y el corte en su labio.
Algo en mi interior se estremeció al verlo así, herido, vulnerable. Mi mente quería preguntar qué le había pasado, pero antes de que pudiera articular palabra, sentí su respiración cerca de mi oído.
—¿Me extrañaste, ojitos raros? — repitió una vez más.
Su voz era apenas un susurro, cálida y cargada de esa familiaridad que hacía que mi corazón latiera demasiado fuerte.
Las palabras me atravesaron y me sentí atrapada, deseando escapar y al mismo tiempo, anhelando quedarme.
Sentía el roce de su aliento en mi piel, cada letra resonando en mí de una forma que me hacía olvidar todo lo demás.
Lo miré con más detenimiento, y mi pulso se aceleró aún más al notar la mirada intensa que me dirigía, esa chispa burlona pero también sincera. En sus ojos había algo más, algo que casi dolía de tan profundo, y al darme cuenta, sentí un nudo en el estómago.
—Meyer… —Mi voz salió más temblorosa de lo que quería. Me aparté un poco, rompiendo ese contacto abrasador, aunque sin lograr apartar la mirada de él—. ¿Qué… qué te pasó? —pregunté en voz baja, señalando su herida.
Meyer intentó restarle importancia con una sonrisa torcida, pero no se movió, y su mirada permanecía fija en mí, como si estuviera buscando algo que ni siquiera él entendía.
Tomé un profundo respiro, intentando que mi piel dejara de temblar bajo el efecto de su cercanía.
—No importa, Clara. —Desvió la mirada por un segundo, y una sombra pareció oscurecer su expresión. Pero cuando volvió a mirarme, su tono cambió, volviéndose más serio—. Lo que importa ahora es que tú y yo… necesitamos hablar.
Allí estaba él, con esa sonrisa que siempre parecía contener secretos, esos ojos que me desafiaban a descifrar qué pasaba realmente por su mente.
¿Qué significaba esto?
Mi mente gritaba que no dejara que me afectara, que recordara esa promesa frente al espejo. Pero cada vez que lo miraba a los ojos, sentía cómo todas mis defensas tambaleaban.
Mi determinación matutina se desmoronaba.
Sofía, que ya había notado mi ausencia, se giró hacia nosotros. Su sonrisa desapareció en cuanto vio quién estaba conmigo. Su expresión pasó de la sorpresa a una sonrisa tensa mientras miraba a Meyer.
—Bueno, parece que alguien tiene compañía —dijo en tono juguetón, lanzándome una mirada cargada de curiosidad y advertencia—. Bienvenido de vuelta, “desaparecido”. ¡Clara, te veo en el salón!
Soltó una media reverencia exagerada y siguió caminando, dejándonos solos en el pasillo. Mis manos estaban heladas, mis pensamientos eran un torbellino. Me quedé allí, estática, sintiendo la tensión palpable entre nosotros.
—¿No me vas a saludar? —preguntó Meyer, inclinándose hacia mí, su tono ligero, pero con un brillo en los ojos que no lograba descifrar.
Era la mirada de alguien que sabía el poder que tenía sobre mí y no temía usarlo.
Recobré la compostura, apartándome bruscamente de su alcance, y empecé a caminar sin decir nada. No iba a darle el gusto de verme vulnerable otra vez.
Cada paso que daba sentía que me alejaba de su hechizo, aunque algo dentro de mí sabía que él me seguía.
—¡Espera! —Su voz sonaba seria, casi… ¿vulnerable?—. Entiendo, soy un idiota. Lo lamento. Pero… tenemos que hablar, Clara.
Su tono serio, casi vulnerable, hizo que mi paso se vacilara un instante. Pero no iba a caer de nuevo, no tan fácil. Me giré para enfrentarme a él, intentando proyectar la firmeza que sentía desvanecerse.