En realidad que somos

Capítulo 1-AT

Los pasillos del hospital olían a alcohol y azufre, impregnados con los ecos de la muerte y los líquidos que se rocían para limpiar. Mientras recorría los corredores, noté a una señora mayor mirando desesperadamente a su alrededor. Decidí acercarme para ofrecerle ayuda.

—Disculpe, señora, ¿le sucede algo? —pregunté, haciendo que la mujer de cabello canoso volteara, visiblemente asustada.

La mujer me miró con una mezcla de preocupación y esperanza.

—¿Cómo está mi hijo? —inquirió, su voz temblorosa y al borde del llanto.

Saqué una libreta de mi bolsillo y le pedí el nombre de su hijo.

—Lian Clarkson —respondió entre sollozos.

Al revisar la libreta, confirmé que el nombre estaba registrado.

—¿El señor Clarkson es su hijo? —verifiqué.

—Sí, ¿cómo está? —su voz se quebró aún más.

Tomé una profunda respiración antes de continuar.

—Los doctores están haciendo todo lo posible para que sobreviva al accidente —le dije con un tono calmado, intentando ofrecerle un poco de consuelo.

El corazón de la mujer parecía querer salirse de su pecho, pero no tenía más respuestas que darle. El paciente había ingresado en estado crítico después de un accidente automovilístico grave. Yo no había estado presente durante la operación porque era mi turno de descanso. Aunque hubiese podido intervenir, preferí no interferir.

El sonido de las máquinas en la habitación era fuerte, casi ensordecedor. Mientras firmaba unos papeles para enviarlos por correo, alguien abrió la puerta. Un hombre alto, de al menos 1.80 metros, con un cuerpo bien formado y una presencia imponente, se encontraba frente a mí.

Me levanté rápidamente y lo miré a los ojos.

—¿En qué puedo ayudarle? —pregunté con seriedad, pero manteniendo un toque de amabilidad.

El hombre parecía agitado y preocupado.

—¿En qué sala está mi hermano? —preguntó, tratando de tranquilizarse.

—¿Quién es su hermano y cuál es su nombre? —respondí, buscando más detalles.

—Mi hermano es Lian Clarkson. Yo soy Darien Clarkson —dijo, ya más calmado.

Al buscar el nombre del paciente, confirmé que, efectivamente, era su hermano y que estaba en la Sala 16.

—Sala 16, a la derecha después del primer pasillo —le indiqué, señalando con la mano para guiarlo.

El hombre no dijo ni una palabra de agradecimiento, solo salió del consultorio con una desesperación palpable.

Mientras tarareaba una canción y guardaba mis pertenencias en el bolso para irme a casa, las alarmas comenzaron a sonar de manera estridente. Miré a mi alrededor y escuché por los altavoces que me solicitaban en el quirófano. Tuve que dejarlo todo para atender la emergencia.

El paciente por el que la madre y el hermano habían preguntado estaba en estado crítico y necesitaba una operación urgente.

—¿Y el cirujano Miller? —pregunté mientras me ponía el último guante.

—Tuvo un retraso. Usted debe encargarse, doctora Johnson —respondió una enfermera.

Andrew y Daniella entraron juntos al quirófano mientras yo tomaba una pinza. Les hice una señal para que comenzaran a actuar.

Los latidos del corazón del paciente se aceleraban cada vez más, y mi corazón latía al mismo ritmo que el suyo. Temía que la operación no saliera bien y tener que enfrentar a su familia.

De repente, los latidos se detuvieron. Los ojos del paciente se cerraron y sus últimas palabras se escaparon de sus labios.

—Dile a mamá que la amo... —susurró, antes de despedirse del mundo.

Las máquinas emitieron un pitido continuo, y mi corazón se encogió de dolor, a pesar de que no tenía ningún lazo familiar con él.

—El paciente Clarkson ha fallecido. Hora: 5:30 PM, día 11 de mayo —anuncié a los doctores y enfermeras en la sala.

Me lavé las manos, pero mi corazón seguía latiendo con fuerza. Este era uno de los precios que debía pagar por ser doctora y cirujana. Era doloroso ver morir a personas todos los días, especialmente cuando no podía hacer nada más que intentar ayudar.

La puerta detrás de mí se abrió, y la misma mujer de cabello canoso se acercó con preocupación.

—¿Cómo está mi hijo, doctora? —preguntó con la voz quebrada.

Tragué saliva antes de responderle.

—Lamento informarle que su hijo no resistió la operación.

Mi voz salió con dificultad, y las lágrimas amenazaban con brotar, sintiéndome culpable de que no hubiese sobrevivido. Era el precio de ser doctora, especialmente cuando debíamos encargarnos de cirugías críticas.

La mujer se derrumbó en el suelo, sollozando desconsoladamente, y yo solo pude mirarla con pena.

—Lo siento mucho. Hicimos todo lo que pudimos, pero no lo logró —intenté ofrecerle mis condolencias, pero en lugar de insistir, me alejé para lavarme la cara.

Al mirarme en el espejo, noté las ojeras pronunciadas. No había dormido bien desde hacía meses, desde que mi padre había muerto hace cinco meses, cinco meses en los que todo mi sueldo se iba para saldar las deudas que él dejó. Amelia, mi madre, había insistido en que yo me encargara de esas deudas que devoraban mi salario, además de la presión de tener hijos.

Al darme cuenta, noté una espinilla en mi frente, pero decidí dejarla ahí para evitar que se multiplicara.

Ya en casa, intenté dormir, pero los recuerdos de los últimos pacientes que habían muerto en mis manos invadían mi mente. Quería pensar en otra cosa, hasta que mi teléfono comenzó a sonar.

Al cogerlo, vi el nombre de mi madre reflejado en la pantalla.

—¿Sabes qué hora es, mamá? —dije, cansada.

—Sí, lo sé, solo quería informarte que todavía quedan dos millones —respondió al otro lado de la línea, haciendo que saltara de la cama.

—¿Dos millones? ¿Pero qué demonios...?

—Eso no importa. Solo debes saber cuánto dinero se debe —fue lo último que dijo antes de colgar.

Dos millones.

Dos.

Maldita sea, ¿y ahora qué haré? Solo trabajaré para pagar deudas. Dios mío...




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