El tiempo pasó más rápido de lo que esperaba, y las vacaciones de mitad de año estaban por llegar. En las últimas semanas antes del receso, Valeria y yo seguimos compartiendo momentos juntos.
No era algo planeado ni forzado, simplemente sucedía. Nos sentábamos juntos en el recreo, conversábamos un poco en los cambios de clase y trabajábamos juntos cuando los profesores pedían formar grupos. Pero no era solo eso. Había pequeños detalles que, sin darme cuenta, fueron construyendo nuestra amistad. Como cuando la ayudaba a bajar las escaleras y ella me agradecía con una sonrisa sincera, o cuando nos quedábamos hablando sobre cosas triviales hasta que la campana nos interrumpía. O cuando, en los días lluviosos, yo la acompañaba con el paraguas hasta el estacionamiento de la ruta escolar. Con el tiempo, todo eso se había convertido en parte de nuestra rutina.
Aunque cada vez adquiría mayor destreza con las muletas, yo quería seguir estando allí para ayudarla en lo que necesitara. Y ella no se quejaba de mi presencia. De hecho, parecía disfrutar de nuestra compañía tanto como yo.
Sentía que nuestro vínculo se había fortalecido con el tiempo, y el último día antes de las vacaciones, nos despedimos con naturalidad, como si supiéramos que julio llegaría sin que nada cambiara.
Durante el receso no hablamos mucho. A veces compartíamos algunos mensajes, pero éramos conscientes de que cada uno tenía sus propios compromisos.
El primer día después de las vacaciones, volví al colegio con la sensación familiar de la vuelta a la rutina. Y mientras caminaba por el patio, la vi: Valeria estaba conversando con Sofía, con su habitual sonrisa. Pero algo en ella parecía diferente. Me tomó unos segundos notarlo: ya no tenía el yeso. Caminaba con normalidad, sin necesidad de las muletas. Aunque era lógico, dado que había pasado el tiempo suficiente para que su fractura sanara, verla así me tomó con la guardia baja.
Nos saludamos como siempre, con una sonrisa y un cálido «Hola, Sebas» de su parte. Yo respondí con la misma naturalidad de siempre, contento de verla después de casi un mes; sin embargo, sentí un extraño vacío en el estómago. Durante meses, me había acostumbrado a verla con el yeso, a estar atento si necesitaba ayuda, a sentirme útil a su lado. Ahora, verla moverse con libertad, sin señales de aquella vulnerabilidad que antes me conmovía, me generó una sensación que no sabía explicar con claridad.
No sabía por qué me sentía así, pero esto hizo que nuestra dinámica empezara a cambiar poco a poco. Antes, la buscaba de forma espontánea, sin pensarlo demasiado, pero ahora solo me acercaba cuando nos encontrábamos por casualidad o cuando caía en la cuenta de que debía hablar con ella. No es que hubiésemos peleado ni que algo hubiese sucedido entre nosotros, pero, sin el yeso y las muletas, sin las dificultades visibles que antes la acompañaban, me costaba cada vez más encontrar una razón para acercarme como solía hacerlo. Ya no podía ofrecerle mi ayuda porque ya no la necesitaba, y, sin darme cuenta, empecé a dejar de buscarla. El distanciamiento fue sutil, tanto que al principio ni siquiera lo noté: cuando antes me sentaba con ella en el recreo sin dudarlo, ahora vacilaba antes de decidirme; cuando antes la buscaba para formar equipo en clase, ahora esperaba a que ella lo hiciera primero.
Durante todo el tiempo en el que Valeria tuvo el pie enyesado, me acostumbré a estar cerca de ella, a ser su apoyo. Fue una ocasión que nos permitió acercarnos, hasta el punto de que ahora podía considerarla mi amiga. Pero, pasadas unas semanas luego del regreso a clases, me di cuenta de que mi interés por ella disminuía. Y me odiaba a mí mismo por eso.
Me odiaba por la idea que empezaba a rondar en mi cabeza. ¿Cómo era posible que mi afinidad hacia Valeria pareciera depender de su condición física? ¿Por qué ahora, cuando ya no necesitaba ayuda, parecía que ese lazo que habíamos construido se estaba desvaneciendo?
No quería pensar así. No quería ser así.
A pesar de que Valeria aún me trataba con la misma calidez cada vez que hablábamos, tampoco intentó apretar el lazo que se estaba aflojando. Tal vez pensaba que estaba ocupado, o que las vacaciones habían cambiado la dinámica entre nosotros.
Pero en el fondo, yo sabía que el motivo de mi distanciamiento paulatino e inconsciente era muy diferente, uno que me producía un profundo odio a mí mismo: no me hice su amigo por quien era ella, sino por lo que representaba su lesión en mi cabeza. Nunca supe verla más allá de su condición. Me había propuesto estar para ella independientemente de las circunstancias, y me di cuenta de que le había fallado.
Cuando la conocí, cuando pasábamos el tiempo juntos y nos hicimos cercanos, todo giró en torno a su fractura. Y cuando su lesión desapareció, también lo hizo mi necesidad de estar a su lado.