En sus ojos, mi secreto

11. Un nuevo comienzo

El primer día del último año académico se sentía diferente a todos los demás. Había una mezcla de emoción, nostalgia y la sensación latente de que todo estaba por cambiar. Las vacaciones y fiestas de fin de año lograron despejar mi mente del agotamiento causado por los sucesos del año pasado, pero me preguntaba si este año encontraría respuestas a las preguntas que habían estado asediando mi mente y que, sin duda, no tardarían en resurgir una vez pisara nuevamente las instalaciones del colegio.

Caminé por los pasillos con la familiaridad de alguien que había recorrido estos mismos caminos cientos de veces, pero esta vez algo parecía diferente. No tardé en notar el porqué de esa sensación al empezar a fijarme en algunos detalles: había una nueva rampa en la entrada del edificio principal, sustituyendo el pequeño escalón que para mí nunca había sido un problema, pero entendía que para otros sí lo era. Algunas puertas, como la que daba a la recepción o la de la sala de profesores, habían sido reemplazadas por puertas automáticas. Las escaleras que daban acceso a las aulas del segundo piso ahora contaban con una plataforma salvaescaleras. Me detuve a observarla un momento: parecía nueva, recién instalada. Incluso aún conservaba algunos de los plásticos protectores.

Seguí caminando, fijándome en más cosas. Había algunas rampas que parecían haber sido hechas con prisa, como si fuera necesario que estuvieran listas antes del inicio de las clases. Me causó curiosidad que el colegio hubiera decidido apostar por la accesibilidad de un momento a otro, pero no le di muchas vueltas y me uní a mi grupo de compañeros.

Tras localizar las listas de grado undécimo para saber en qué grupo había quedado, vi mi nombre en la lista de 11°B: «Muñoz, Sebastián». Justo antes de mi nombre, leí algo que me hizo turbar levemente: «Mendoza, Valeria». Entonces este año también la vería todos los días en el aula, sin saber aún cómo me sentiría al respecto. Durante las vacaciones no pensé demasiado en ella; más bien me dediqué a escapar de mis pensamientos en lugar de intentar aclararlos.

Cuando vi a Valeria y nos saludamos, me sentí más cómodo de lo que esperaba. Aún sentía esa sombra de culpa que me acompañó durante todo el segundo semestre del año pasado, pero pude actuar con naturalidad ante ella y hasta me alegraba que estuviera en mi curso. A pesar del distanciamiento paulatino que hubo entre nosotros el año pasado, los últimos días de clases pasamos bastante tiempo juntos, así que creo que eso ayudó. De todos modos, estaba casi seguro de que nunca llegaríamos a acercarnos tanto como cuando tenía la lesión.

Ya en el aula, el profesor Méndez nos dio la bienvenida e hizo una pequeña introducción al nuevo año académico. Honestamente, me alegraba de que él fuera nuestro director de curso, ya que durante el año pasado, tiempo en el que lo había tratado, demostró ser un buen tipo, dispuesto a escucharnos pacientemente, pero también capaz de responder de manera efectiva ante cualquier situación, pese a que su aire relajado me había hecho creer lo contrario en un principio.

Tras las clases de Química e Inglés, que, al igual que el año pasado, iban a ser impartidas por González y Luisa, respectivamente, llegó el momento del recreo. Salí del salón con Carlos y en el pasillo estaban Juan y Alejandro esperándonos. Mientras nos poníamos al día y hablábamos sobre nuestras vacaciones, noté algo raro en el ambiente. No sabía muy bien cómo explicarlo, pero era como si en el pasillo hubiese más murmullos de lo normal. Quizá era porque estábamos en el primer día y todos teníamos mucho que contar, pero por alguna razón se sentía extraño.

De nuevo en el aula, me puse a leer casualmente el horario pegado en la cartelera. Sentí un pequeño vacío en el estómago al ver cuál era la clase que teníamos a continuación: Historia. No sabía qué esperar; no sabía quién iba a entrar por esa puerta, pero un sentimiento de ansiedad empezó a apoderarse de mí. Aunque había intentado mentalizarme para este momento, nada me preparó para lo que sentí cuando se abrió la puerta del aula.

Era Adriana.

¡Adriana había regresado! ¡De verdad estaba aquí!

Pero algo en ella era diferente: estaba en silla de ruedas.

En ese momento, mi corazón dio un vuelco y sentí una sinnúmero de emociones mezcladas. Además del desconcierto por verla así, sentí una ansiedad difícil de explicar. Maniobró la silla con esfuerzo y, tras detenerse al lado del escritorio, recorrió el aula con la mirada y nos dedicó una sonrisa sincera. Mi perplejidad se vio interrumpida brevemente por un calor reconfortante al notar que su mirada preservaba la misma calidez que siempre habíamos conocido.

Por un momento, nadie supo qué decir. Era como si el mundo se hubiera detenido un instante, mientras tratábamos de asimilar lo que veíamos. Durante meses nos preguntamos cómo estaría, si se recuperaría… y ahora la respuesta estaba justo delante de nosotros. Era la misma Adriana de siempre: su voz, su sonrisa, su presencia. Pero al mismo tiempo… no lo era. Su postura había cambiado. Su forma de moverse, de interactuar con el espacio, era distinta. Donde antes caminaba con gracia y seguridad, ahora dependía de un par de ruedas para avanzar. Había una fragilidad nueva, un peso invisible que la rodeaba y que hacía que todo en ella pareciera más profundo, más luminoso, como si se estuviera reinventando ante nuestros ojos.

Al ver la cara de desconcierto de todos, ella fue quien rompió el silencio, dirigiéndose a nosotros con la misma afabilidad y seguridad de siempre.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.