Después de aquella primera conversación con Adriana, los días en el colegio siguieron su curso, pero algo dentro de mí se había alterado de manera irreversible. Me sorprendía a mí mismo buscándola con la mirada cada vez que entraba al aula o cuando la veía moverse por los pasillos en su silla de ruedas. No era solo preocupación, ni simple curiosidad… era otra cosa. Algo más profundo, más personal.
Su actitud no había cambiado, al menos en lo superficial. Llegaba puntual a clase, corregía exámenes con la misma meticulosidad de siempre, nos saludaba con su calidez habitual y sus clases seguían teniendo el mismo dinamismo que en años anteriores. Aun así, aquella conversación me había dado un indicio de cuán difícil estaba siendo para ella adaptarse a su nueva realidad.
Esto hizo que me fijara más en los detalles, por ejemplo, cada vez que la veía maniobrar con esfuerzo entre los pupitres, cuando notaba la leve tensión en sus brazos al girar las ruedas o cuando la observaba en el patio, donde algunos bordillos y rampas mal diseñadas parecían un obstáculo innecesario en su camino.
Una mañana, durante el recreo, vi a lo lejos a Adriana recorriendo el patio en su silla de ruedas. Tenía que subir una rampa que no era muy larga y parecía tener la inclinación adecuada. Aun así, subirla le costó más esfuerzo del que me imaginaba. Tuvo que hacer un par de intentos para acomodar bien las ruedas, corrigiendo la trayectoria antes de poder continuar. Pude ver cómo se tensaban sus brazos al empujar las ruedas y cómo su ritmo en la subida era irregular. Cuando finalmente llegó a la cima, dejó escapar un suspiro apenas audible, pero lo suficiente para que yo lo notara. Luego, se irguió un poco y ajustó la posición en su silla, como si nada hubiera pasado.
Pero yo lo había visto: no era fácil, y, más allá de eso, aún no tenía el control absoluto. Fue en ese momento cuando las palabras de la profesora Elizabeth resonaron en mi mente con más fuerza que antes: «Cinco meses es muy poco tiempo…»
Me di cuenta de que Adriana todavía estaba lejos de ser completamente independiente. Tal vez había regresado demasiado pronto. Tal vez aún estaba en ese proceso de adaptación del que Elizabeth habló. Tal vez… aún necesitaba ayuda.
Si antes ya quería estar ahí para ella, ahora mi deseo de hacerlo era aún mayor.
Me mantenía atento, casi de manera inconsciente, esperando el momento en que pudiera ayudarla sin que pareciera que lo hacía por lástima o condescendencia.
Un par de días después, durante la hora del almuerzo, iba caminando por el pasillo cuando vi a Adriana dirigiéndose al auditorio, probablemente para recoger algún material que necesitaba para su última clase del día.
Por un instante, dudé. No quería que pareciera que la seguía solo por seguirla, pero al mismo tiempo, sabía que esta podía ser la oportunidad que estaba buscando, dado que para acceder al auditorio había que subir una rampa con una inclinación un poco mayor de lo que debería. Entonces, se me ocurrió un pretexto.
Aceleré un poco el paso hasta alcanzarla y, con la expresión más natural que pude, le pregunté:
—¿Vas al auditorio?
Adriana giró la cabeza hacia mí con una pequeña sonrisa.
—Sí, tengo que recoger unas carpetas.
—Oh, justo iba para allá —dije sin pensarlo demasiado, como si realmente hubiera tenido esa intención desde el principio—. Necesito revisar una información en la cartelera.
No era del todo una mentira. Este año estaba contemplando la idea de unirme al club de música, y aunque no era una prioridad, sí tenía pensado revisar en algún momento el horario que estaba pegado en la cartelera a la entrada del auditorio.
Adriana no pareció sospechar de mi excusa y simplemente asintió.
Seguimos avanzando hasta que llegamos a la rampa que conducía al auditorio. Adriana tomó impulso y empezó a subir, pero noté cómo sus brazos hacían un esfuerzo considerable y su ceño fruncido daba cuenta de lo difícil que era el ascenso.
Dudé por un segundo. No quería hacer algo que ella no quisiera o que interpretara como lástima, pero tampoco iba a quedarme sin hacer nada mientras veía que le costaba.
—¿Quieres que te ayude? —me atreví a preguntar finalmente.
Ella se detuvo, agarrándose del pasamanos, y giró levemente el rostro hacia mí.
—Si no te molesta —dijo con su tono amable de siempre.
—Para nada —respondí con convicción y, sin esperar más, tomé las manijas de su silla.
Era la primera vez que lo hacía. No era gran cosa en apariencia, solo sujetar y empujar suavemente, pero para mí significaba mucho más. Sentí un pequeño nerviosismo por el miedo a hacerlo mal, pero apenas comenzamos a avanzar, un calor reconfortante recorrió mi pecho mientras la guiaba hacia arriba. Cuando llegamos a la cima de la rampa, solté las manijas con suavidad y me paré a su lado nuevamente.