Dos días después de mi décimo cumpleaños, mi madre falleció al dar a luz a mi hermano pequeño, Loran. Nunca me había tenido que enfrentar a la muerte, siempre me habían dicho que algún día todos moriríamos, pero jamás había pensado mucho en ello. Hasta ese día, por supuesto.
Y al igual que nunca me había enfrentado a la muerte cara a cara, tampoco había visto los ojos del dolor ni de la soledad hasta ese momento. Mi vida hasta ese momento había sido idílica, de cuento de hadas, rodeado de gente que me amaba y cuidaba de mí. Pero, en un abrir y cerrar de ojo, me vi rodeado de pena y silencio. Veía a todos llorar en su funeral, pero yo no lo entendía. Seguía pensando que mi madre llegaría en cualquier momento con su sonrisa blanca y los brazos abiertos para que la abrazara. Tampoco comprendía porque, por mucho que la llamara durante la noche, por mucho que me levantara de la cama y deambulara por el frío castillo, ella no iba a aparecer. Me enfadé con ella por no venir a verme, con mi padre, con mi hermana, con el mundo, en definitiva.
Tardé cerca de dos semanas en terminar de entender lo que significaba la muerte y, desde ese mismo instante la odié. Por las noches saltaba del lecho y corría a las habitaciones de mi padre y mi hermana mayor para comprobar que seguían vivos, una especie de obsesión que terminó abruptamente cuando mi padre me pilló una noche de enero corriendo descalzo por los pasillos de nuestro castillo.
—¡Está muerta, Jamis! —me dijo zarandeándome por los hombros. Estábamos en medio de los pasillos fríos, apenas iluminados por unas antorchas de las paredes; yo temblaba, pero no de frío, sino de miedo. Era la primera vez en toda mi vida que me levantaba la voz, aunque no sería la última.
Al ver que temblaba, aflojó su agarre y, continuó hablando con una voz mucho más suave:
—Sé que la echas de menos, yo también la extraño muchísimo, pero tienes que parar, Jamis. Esto no es bueno para ti ni para nadie. Y ahora vamos, deberías estar durmiendo.
Muchos años más tarde, cuando eché una mirada hacia mi pasado, recordé que esa noche mi padre me había llevado en brazos a mi habitación y se había quedado a dormir en mi cama, abrazándome. Creo que fue la última vez me abrazó.
Sin embargo, mi padre nunca comprendió que aquella pequeña y estúpida manía mantenía en mí la poca cordura que me quedaba; asegurarme de que seguían ahí, de que no se habían ido, me tranquilizaba y me permitía seguir adelante.
Apenas un mes después de la muerte de mi madre, yo ya creía que jamás podría volver a sentir dolor e intenté demostrármelo con la primera de mis estupideces, aunque muchas otras la seguirían a lo largo de los años.
Mi hermana yo estábamos en las cocinas, esperando a que nuestra tía terminara de hablar con el cocinero. Y allí, sobre una encimera, estaba esperándome un gran caldero lleno de aceite hirviendo. ¿Qué pasó por mi mente en aquellos instantes? Nunca lo supe, tan solo que de pronto estaba metiendo la mano en el aceite hirviendo, como si algo más fuerte que yo tirara de mi brazo; yo no tenía fuerzas ni ganas de detenerlo. El grito de mi tía, el grito de mi hermana y los rostros asustados de los sirvientes. Poco más recordaría en los años siguientes, aunque nunca me interesó recordar.
Una mano quemada fue el resultado de mi pequeña intentona, además de una larga y profunda charla con mi padre a la que apenas presté atención en su momento. Debería haberlo hecho, pero siempre tuve la maldita manía de no hacerle caso a mi padre hasta que me daba cuenta de que tenía razón. Solo ahora, después de muchos años, me he dado cuenta de que las cosas que me decía eran importantes y que solo buscaba protegerme.
Y así comenzó todo, con una muerte, una mano quemada y el principio del fin a la vuelta de la esquina.
¡Empieza una nueva historia!
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Editado: 10.11.2023