Con diecisiete años un chico no debería estar pensando en casarme y así se lo dije a mi padre en aquella mañana de mayo. Su mirada fría provocó escalofríos en mi cuerpo y acalló mis protestas, de las cuales tendía a tener demasiadas para el gusto de mi padre y de cualquier persona, en realidad.
—Jamis, estoy harto de tus discursos tontos y de tus intentos de no hacerme caso —murmuró mi padre mientras movía unos papeles de aquí allá, poniéndome nervioso. Odiaba cuando no me hacía caso y prestaba más atención a sus dichosos papeles que a mí.
—No son tontos —me atreví a decir con la mirada fija en mis botas pues tenía miedo de mirar a los ojos azules de mi padre. Sabía bien que si lo hacía perdería el poco valor que me había llevado a golpear la puerta de su estudio y a soltar aquella palabrería que, pensándolo bien, sí que era un poco estúpida. Pero eso era algo que jamás admitiría, ni aunque me estuviera muriendo.
Estar en el estudio de mi padre me daba un poco de miedo, tal vez porque todas las reprimendas de mi vida habían sido entre esas cuatro gruesas paredes de piedra. Era una habitación alargada y apenas decorada con una alfombra y unos cuantos tapices. La pared derecha estaba cubierta de estanterías, al igual que la pared tras el escritorio de mi padre. Desde allí se gobernaba Aarlen y todas las tierras que le pertenecían, desde Los Campos, pasando por el lago Endris hasta el sur, hasta la costa. Compartíamos frontera con Nakar, Tivona, y hasta la mismísima Pherea, la capital de Vyarith. Como le gustaba decir a mi padre, Aarlen era el segundo territorio más grande del continente, tan solo después del gigantesco Dagar en el norte. Y, como también le gustaba decir a mi padre, algún día yo me sentaría tras ese escritorio y continuaría la historia de la familia y, más tarde, mis hijos y los hijos de mis hijos.
—No quiero empezar esta conversación de nuevo, ¿entendido? —soltó con brusquedad, dejando caer los papeles que había tenido entre las manos y mirándome por encima de unas finas gafas de montura metálica que usaba para leer. Asentí, seguro de que sería imposible sacar de mi padre nada más que miradas de reojo y bufidos—. Muy bien. Y ahora baja y mira que tu hermano no esté asustando a los caballos de nuevo. Lo último que quiero es retrasar de nuevo el viaje a Masrie.
A pesar de su orden, yo no me moví de mi silla. Me resistía a irme, apenas de que hacía unos segundos yo había asentido con la cabeza. Odiaba rendirme con tanta facilidad, hacía que me hirviera la sangre en las venas.
—Jamis, obedece. —No le hizo falta levantar la voz; mi padre tenía la capacidad de hacer que las órdenes sonaran con una fuera brutal y aplastante sin siquiera tener que gritar o alterarse. El tono acerado de sus palabras era suficiente para destrozar cualquier réplica hasta en la persona más valiente, y yo no era una excepción.
Me levanté con rostro derrotado y me dirigí obedientemente al patio de armas, donde lo soldados de la Guardia Roja, la guardia personal de la familia Talth, terminaba de ensillar los caballos entre gritos y risas.
Nos íbamos a desplazar con casi la mitad de la guardia; la otra mitad se quedaría ahí, en Aarlen, protegiendo el castillo. Nosotros nos marchábamos al completo, incluso mi hermano Loran. Era la primera vez que mi padre le permitía venir con nosotros. La invitación a Masrie venía del propio rey y ahora que mi hermana Lyrina estaba casada con un primo del rey, era mejor que acudiéramos todo, como una piña, y que vieran que los Talth seguíamos estando tan unidos como siempre. Era gracioso que mi padre hubiera elegido esas palabras para describir a la familia; si hubiera dependido de mí, seguramente habría elegido unas muy diferentes: separada, distante, fría, rota.
Llegué a una puerta de madera y apoyé la mano en la superficie pulida; me detuve unos instantes, respirando para calmar el latir desbocado de mi corazón. El miedo, la tensión y la frustración se habían mezclado en mi interior y habían convertido mis pensamientos en una bola de rabia que deseaba echarle a mi padre a la cara. Sonreí agriamente. Por mucho que lo deseara, nunca lo haría. Negué con la cabeza y salí, donde el calor de mayo me recibió como un azote. Cabalgar con ese calor iba a ser un suplicio, pensé mientras caminaba por la estructura de madera que conducía a una escalera también de madera.
Había tomado un atajo para llegar antes a la plaza principal del castillo donde Loran me esperaba cogido de la mano de mi tía Dellora, la estricta y fría hermana de mi madre. Siempre había disfrutado de la compañía de Loran, tal vez porque era el único que no me miraba con frialdad sino con admiración y cariño. Y yo, siempre ansioso de atención y amor, me lanzaba a satisfacer cualquier capricho del niño, por muy tonto que fuera.
—¡Jamis! —gritó el chiquillo mientras se zafaba de la mano de tía Dellora y corría hacia mí, con los pequeños brazos abiertos. Lo cogí al vuelo justo en el mismo momento en el que terminaba de descender las escaleras de madera que llevaban al segundo piso.
—¿Me has echado de menos? —le pregunté riéndome a pesar de que tan solo había pasado media hora desde que lo había dejado.
El niño se rio mientras empezaba a darle vueltas hasta que me mareé y tuve que parar. Loran no dejó de reír en ningún momento y yo, con las mejillas sonrojadas y casi sin aliento, me sentía libre de hacer cualquier cosa. De mi mente desapareció la conversación con mi padre, la idea de casarme con aquella muchacha, Adele Giller. Incluso me olvidé de que tendría que viajar con la tía Dellora hasta Masrie desde nuestro castillo.
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Editado: 10.11.2023