Estuve bostezando durante todo el desayuno y parte del día, uno tras otro. Al mediodía ya me dolía la mandíbula, pero una sonrisa aparecía tras cada bostezo, porque a mi mente le llegaban los recuerdos de aquella noche extraña, mágica y maravillosa. Nunca había deseado tanto que el día se pasara rápido y jamás había notado lo lento que puede llegar a pasar cuando estás esperando algo con ansias.
El tío Sovann me llevó de un lado a otro en busca de un buen lugar donde practicar con la espada; esa mañana no creía poder soportarlo. Las lecciones del tío Sovann eran terribles, agotadoras y siempre terminaba con las piernas y los brazos hechos polvo. Además, aquel día mi tío había decidido que era un buen momento para entrenarme con un escudo que casi pesaba más que yo.
Al final, pareció encontrar un buen lugar para la práctica, un patio pequeño, alejado de todos y pegado a la muralla. Maceteros grandes estaban colocados rodeando el lugar, lo que le daba una apariencia más de jardín que de un lugar donde entrenarse.
A regañadientes me coloqué la armadura pesada, las protecciones blandas por el uso y un casco sin visera y con agujeros para los ojos y la boca; una gran cimera de color rojo adornaba la parte alta del casco. Lo clásico en Vyarith era usar un yelmo completo, de aquellos que tapaban el rostro al completo, pero nunca había sido capaz de soportarlos. Sentía que me asfixiaba ahí dentro.
El tío Sovann se armó también, de pies a cabeza, con una armadura metálica. Antes de terminar de colocársela vi que ya estaba sudando.
—Vamos a ver que puedes hacer, muchacho —dijo mi tío. No me hacía falta ver su rostro para saber que se estaba burlando de mí, algo que mi orgullo de crío de casi dieciocho años no aprobaba.
Saqué la espada y escuché el suave susurro que produjo al salir de la vaina de cuero. El silencio era total, tan solo el sonido del viento caliente meciendo los árboles y las florecillas del patio. Una extraña planta llamó mi atención, tal vez por su color, tal vez porque parecía la reina del lugar. Era negra, con hojitas pequeñas que me recordaban a pequeñas lenguas; su base tenía un tono rojizo, como el mismo vino.
Sacudí la cabeza, pero aquella florecita negra se quedó grabada en mi mente. Tal vez podría…
—¡Más rápido! Un caracol es más rápido, Jamis. ¡Venga, más rápido! ¡Mueve esas piernas de una vez, joder! —me gritaba el tío Sovann.
Paré un golpe con el escudo y otro, y otro más. Me limité a aguantar, nada más. Tenía los ojos fijos en aquella florecilla, tan perfecta y tan negra, tan exótica. Sí, ¿por qué no? Me decidí justo en el momento en el la espada de mi tío descendía hacia mí con un siniestro recorrido, directa a mi cabeza. La afilada hoja brilló durante unos segundos, fría, mortal.
Lancé el escudo a un lado y detuve el golpe con mi espada, un chirrido de metal se elevó y me hizo rechinar los dientes. Mi tío apartó el arma y volvió a cargar contra mí, pero sus pasos eran pesados, cansados por soportar la armadura y el calor de la mañana y porque al parar el golpe con mi espada seguramente se le habría entumecido el brazo, justo como a mí.
Me tiré al suelo, rodé fuera de su vista y, antes siquiera de que el hombre pudiera girarse, le di una fuerte patada en la parte posterior de la rodilla. Cayó al suelo pesadamente, con un estrépito del ruidoso metal y con un grito de dolor. Me quité el casco entre jadeos y guardé la espada en su vaina. Me sequé la frente llena de sudor deseando tener agua que llevarme a los labios.
—Bien hecho, muchacho, bien hecho —murmuró el tío Sovann a la vez que se arrancaba el gran yelmo. Su rostro estaba colorado por el esfuerzo y también por la humillación. Yo solo sonreía, una sonrisa débil, mientras me pasaba el casco de una mano a la otra, jugando con la cimera emplumada.
—Me puedo ir ya, ¿no? —pregunté con suavidad. No hacía falta hablar muy alto en aquel lugar; es más, lo habría considerado como algo sacrílego. Ese patio estaba hecho para disfrutar, para reír, para amar. Lo que nosotros acabábamos de hacer… No, no podía ser, no en aquel lugar donde las intrigas palaciegas, donde las guerras contra los elfos, parecía que no habían llegado. Todavía.
El tío Sovann asintió a la vez que se levantaba del suelo con un quejido. No me quedé ni un segundo más para que no pudiera cambiar de opinión y prácticamente corrí por los pasillos, apartando a gente, ya fueran sirvientes o nobles. No me importaba nada, tan solo sentía la urgencia de volver a mi habitación, de encerrarme allí y de no ver a nadie durante el resto de la mañana. Quería —no, deseaba—, que llegara la noche, poder escaparme hasta el bosque y desaparecer entre la espesura de los árboles donde me sentía más en mi hogar que en mi en propia casa. Incluso sentía a los elfos más cercanos que a mi propia familia. Aquello debería haberme preocupado, pero en cambio, solo hizo que se acentuara en mí la ya sabida diferencia entre mi familia y yo.
Cuando por fin llegué, cerré la puerta con el ruidoso cerrojo y, jadeando por el entrenamiento y la posterior carrea, decidí deshacerme de aquella incómoda armadura. Terminó todo tirado por el suelo y me tumbé en la cama con tan solo la camisa cubriéndome el cuerpo. Abracé la almohada con fuerza mientras me colocaba boca para abajo. Las sábanas frías contra mi piel aún sudada hicieron que enseguida me recorrieran escalofríos por el torso y las piernas desnudas. Cerré los ojos y apreté la almohada.
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Editado: 10.11.2023