La magia podía ser hermosa y peligrosa a la vez, y aún más si se le ponía entre las manos a una chiquilla sin experiencia. Recordé todas las veces que Ardal se había quejado sobre Aella y sus nulas capacidades mágicas, cuántas veces había apelado al Consejo de Ile para que la joven dejara las clases. Sin embargo, el Consejo siempre devolvía las cartas de Ardal con una marca roja: una denegación. Alguien —los padres de Aella, lo sabía—, les había pagado para que la elfa fuera a clases aun sabiendo que no servía.
Y allí estaba ahora, cubierta por una sábana que había sido blanca, pero que estaba empapada de sangre. Sangre en el suelo, sangre en los atriles, en las flores del techo. Todo parecía estar cubierto por gotitas rojas y de olor a hierro, nauseabundo.
Me apoyé en la pared, lo más alejado que pude del cuerpo de Aella. Estaba mareado por la sangre y sentía que iba a vomitar en cualquier momento. Maldije en voz baja a Ardal por no permitirme marchar y vomitar tranquilamente en mi casa.
—Menudo estropicio. Ya podría haber muerto de otra forma —susurró Ardal cuando por fin volvió. Estaba enfadado porque estaba todo hecho un desastre, intranquilo porque la familia de Aella venía de camino y con ganas de emborracharse para olvidar la escena que acabábamos de contemplar. Por desgracia, no creía poder olvidar jamás como el pecho de Aella había explotado desde dentro.
—Dudo mucho que estuviera pensando en morirse cuando realizó ese hechizo —comenté en un intento de olvidar mis náuseas. No lo conseguí; es más, empeoraron. Me sujeté el estómago mientras tenía otra arcada que me dejó doblado por la mitad.
—Por supuesto que lo estaba pensando. Si no hubiera querido morir no habría estado aquí sabiendo que era una completa inútil. Y ahora me tocará limpiarlo a mí todo, como siempre —siguió quejándose el elfo mientras hacía aparecer con un chasquido de dedos un cubo lleno de agua y un par de fregonas que empezaron a fregar el suelo, los atriles y hasta el techo.
Mi estómago pareció asentarse un poco, o al menos lo suficiente como para que pudiera hablar de nuevo.
—¿Cómo siempre? Preguntaría, pero la verdad es que me da miedo la respuesta. Y también un poquito igual. —Inspiré con fuerza en busca de aire limpio, pero no sirvió de nada. Era como si le olor a hierro se me hubiera pegado a la nariz y ya nada lo pudiera quitar. Me pregunté si estaría el resto de mi vida oliendo a sangre y realmente me preocupé, porque no era capaz de aguantarlo—. Además, estás usando magia para limpiar, así que técnicamente no lo estás haciendo tú.
—Pero hago que se muevan —me respondió después de sacarme la lengua como un niño pequeño. Después, añadió—: Solo pido que cada vez que ocurre esto manden a gente para limpiar. Aunque, bueno, podría haber sido peor. Una vez terminó todo quemado, con miembros hasta en el techo y con sangre por todas partes. Parecía un lago, pero en vez de agua fresca, estaba metido hasta los tobillos en sangre caliente y espesa.
—Ardal, como sigas hablando voy a vomitar aquí mismo y vas a tener que limpiarlo tú —le dije, medio ahogado por las arcadas, que habían empezado de nuevo y me tenían de nuevo doblado por la mitad. Decir que le tenía asco a la sangre se quedaba corto.
—Siéntate, anda. Y si tienes que vomitar que sea encima de ti —me sugirió Ardal con una sonrisa asqueada en el rostro, aunque con los ojos empañados por las lágrimas del esfuerzo de no vomitar, vi que también había un poquito de preocupación en él. Le obedecí simplemente por probar y, sorprendentemente, funcionó—. Espero que esto te sirva como lección, muchacho. Tanto de porqué es mala idea enseñar a alguien como Aella, como sobre la importancia de tener mucho dinero para sobornar al Consejo.
—¿Y si no tengo mucho dinero?, ¿cómo soborno al Consejo?
—Pues entonces espero que seas ingenioso o no conseguirás nada. El Consejo de Ile o peor, el Consejo Supremo de Elwa, son las cosas más corruptas que he conocido. He de darles un punto a favor a los humanos: no tiene nada tan podrido y deshonesto como el Consejo.
Ardal se calló de repente, con el rostro algo sonrojado; nunca creí que vería al elfo ruborizarse por nada, aunque cuando vi a los tres hombres que acababan de aparecer en el umbral de la puerta, lo comprendí. Aun así, la desvergonzada lengua de Ardal no se detuvo mucho tiempo.
—Oh, venga, no me digáis que es mentira —se giró hacia mí, que estaba levantándome—. Tallad, te repito que el Consejo está podrido. No te acerques mucho, no quieras infectarte con el olor a corrupto que desprenden.
La fregona que limpiaba cerca de los consejeros se sacudió, salpicando agua rojiza a los tres hombres. Como los tres llevaban largas capuchas negras y doradas —con un gran árbol dorado bordado en la capa, el distintivo del Consejo de Ile—, no pude ver su reacción, aunque vi una ligera perturbación en el aire alrededor de los hombres, por lo que supuse que no les habría hecho mucha gracia que sus capas se mancharan de sangre.
Hice acopio de uno de los restos de fuerza que me quedaban y me levanté, a sabiendas de que las cosas que Ardal podía llegar a soltar por su bocaza. Mi estómago ya no parecía tan agitado, aunque no me fiaba mucho de él. Reuniendo un poco de energía, coloqué mi mano derecha en el esternón, apreté ligeramente mientras susurraba unas palabras: «Daras Velor». Sabía que no era algo muy efectivo, pero enseguida noté como mis miembros recuperaban la fuerza y como mi mente se despejaba, aunque era solo algo temporal.
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Editado: 10.11.2023