¿Me había decepcionado que Tallad no apareciera la noche anterior? No, tan solo estaba triste. No sabía por qué, pero una parte de mi mente me decía que había sido culpa mía que el elfo no apareciera. Me había pasado cerca de tres horas esperando, sentado en una roca y haciendo dibujos en el suelo con el pie. En mi mente recitaba mi larga lista de palabras románticas, una tras otra, y de vez en cuando añadía o quitaba alguna. Medianoche, arboleda, música, nieve, riachuelo, luna, lluvia, Tallad.
Al final, cuando ya estaba amaneciendo, había vuelto al palacio. Había entendido hacía tiempo que no iba a venir, pero aun así había decido quedarme, por si acaso. Pero cuánto más avanzaba la noche, más peligroso se hacía que yo volviera.
Suspiré y moví la cabeza. Tal vez fuera mejor olvidarme de Tallad y de los elfos por un tiempo.
En ese momento, estaba terminando de arreglarme la ropa. Tía Dellora había insistido en que me pusiera un jubón verde, a juego con mis ojos y con esmeraldas cosidas en el pecho junto a unos pantalones negros, además de las botas nuevas. Mi tía había entrado un par de veces en mi habitación para ver cómo iba y echarme la bronca porque mi cabello seguía teniendo rizos.
—Tienes mala cara, ¿estás enfermo? —me preguntó mientras me empujaba hacia una silla, con un cepillo en la mano para acabar con «esos rizos insufribles», como los llamaba mi padre. Yo caminaba sin mucho ánimo, dejándome arrastrar de un lado a otro como una marioneta. Sabía que tenía ojeras por no haber dormido, que tenía el rostro pálido y que no prestaba atención. Cualquiera que me viera pensaría que debía tener alguna enfermedad, porque ese era el aspecto que presentaba, el de alguien que debería pasarse la noche metido en la cama sin poder dormir.
Me encogí de hombros ante la pregunta de mi tía, que tironeaba de mi cabello sin piedad. Yo me veía en el espejo que tenía delante y lo único que podía pensar era que no quería que mis rizos se deshicieran. Sin embargo, no levanté la mano para detener a mi tía, ni le dije nada. No, dejé que continuara hasta que mi cabello terminó perfectamente liso y los mechones que caían sobre mi rostro, enganchados detrás de mi cabeza con una pinza de hueso.
—Cumples dieciocho, Jamis. Que orgulloso va a estar tu padre cuando te vea —comentó mi tía mientras me hacía levantarme de la silla. Era más alto que ella, por lo que tuvo que obligarme a bajar la mirada para verla.
—Lo dudo mucho —fue lo único que salió de mis labios, en una voz ronca. Tenía la garganta anegada de lágrimas que no podía llorar y que así sería hasta que pudiera volver a mi habitación y para eso quedaban muchas horas. Sabía que habían preparado una fiesta en mi honor y no me podría escaquear como las noches anteriores. No, seguramente mi padre me obligaría a permanecer hasta el último instante en la fiesta.
—¡Ay!, no seas exagerado, Jem. Tu padre está muy orgulloso de ti y esta noche lo estará aún más. El mismo rey va a nombrarte caballero y después tu padre anunciará tu compromiso con Adele Giller. ¡Y habrá un baile, Jamis! Podrás bailar con la chica, que me han dicho que es muy guapa. No tanto como tu hermana, por supuesto, pero dicen que es todo encanto y dulzura; os llevaréis bien.
«Lo dudo», pensé mientras dejaba que mi tía siguiera toqueteando aquí y allá, arreglando mi ropa para dejarla como ella quería. «Para que me gustara debería ser un hombre y no creo que eso a padre le guste», seguí diciéndome para mis adentros mientras ella continuaba parloteando. Mis pensamientos no me ayudaban a mejorar mi estado de ánimo, pero al menos podía soltar carcajadas ácidas mentales y reírme de mi mala suerte
Mi tío Sovann llamó a la puerta, que estaba entreabierta, y nos dijo que debíamos bajar ya. Lo acompañaba Loran, que intentó entrar y darme un abrazo, pero tía Dellora se interpuso con la excusa de que no quería que me desarreglara al coger a mi hermano. El niño me miró de arriba abajo, como si no terminara de gustarle mi atuendo. A mí tampoco.
Tío Sovann me detuvo antes de bajar las escaleras, dejando que tía Dellora y Loran descendieran un poco antes de hablar. En su rostro se vislumbraba una sonrisa y entonces fue cuando me di cuenta de que estaba intentando esconder algo tras su espalda.
—Tu padre me ha dado esto para ti. Quiere que la lleves —me dijo a la vez que sacaba una espada envainada. No me hizo falta mirar dos veces para saber que se trataba de la espada familiar, una reliquia hecha de acero Nyris. Había pasado durante años de padres a hijos dentro de la familia Talth. La cogí con cuidado, mis manos temblaban en una mezcla de miedo y de expectación.
Con la ayuda de mi tío, enganché la espada en mi cinturón. Notaba su peso en mi cadera derecha mientras bajaba las escaleras, un peso extrañamente cómodo y familiar. Recordaba bien todas las veces que le había pedido a mi padre poder solo coger la espada, entrenar un poco con ella, así como también todas las veces que me había dicho que no. Llevaba desde que tenía uso de razón queriendo empuñar aquella maldita espada y mi padre me la daba en ese momento, en el mismo momento en el que yo estaba empezando a replantearme si pertenecía en verdad a la familia Talth.
El salón estaba impecable, relucía cada mesa, cada silla; era capaz de ver mi reflejo en el suelo de lo que brillaba. El rey Reshad ya estaba sentado en su trono, con mi hermana y su esposo a un lado. En el otro lado se sentaba mi padre, que me hizo una señal para que me acercara. Lo hice a regañadientes. Mi cuerpo caminaba mientras mi mente, mi alma, intentaba detenerlo sin conseguir nada. Era como si estuviera encarcelado en mi propio cuerpo, que se empeñaba en seguir existiendo y haciendo todo lo que le decían.
#5980 en Fantasía
#2346 en Personajes sobrenaturales
elfos humanos y mas, fantasia magia y accion, reyes reinos romance lgbt+
Editado: 10.11.2023