La Academia de Elexa era un lugar apartado del resto del mundo, permanentemente helado, sin importar la época del año en la nos encontráramos. En invierno hacía tanto frío que era imposible ir por las calles, llenas de nieve y placas de hielo, y teníamos que utilizar los extensos túneles que cruzaban el lugar de un lado a otro.
A mí no me gustaba usarlos, porque tardaba casi el doble en ir de un lugar a otro. Siempre estaba lleno de gente y no se podía acortar por ningún lugar; pero como no quería convertirme en una estatua de hielo y que me encontraran durante la primavera, no tenía más remedio que meterme en aquellos estrechos corredores atestados de alumnos y profesores hasta resultar asfixiantes.
En ese momento me encontraba allí, empujando como bien podía a un nutrido grupo de chicas que se habían quedado hablando en mitad del pasillo, impidiéndome el paso. Al mismo tiempo, intentaba que los pesados libros, cuadernos, plumas y tinteros que llevaba entre los brazos no terminaran desparramados por el suelo. No sería la primera vez que me ocurría. A mi lado, Noah Mandrag intentaba hacer que las chicas se hicieran a un lado a base de empujones. Cuando por fin conseguimos salir de allí, los dos sudábamos y jadeábamos por el esfuerzo.
Subimos las empinadas escaleras que había al final del túnel y llegamos a un ancho pasillo de piedra negra. Grandes lámparas de araña colgaban del alto techo, iluminando la estancia con tonos anaranjados. Los tapices y las alfombras amortiguaban el frío, aunque aun así me recorrió un escalofrío cuando entró una ligera brisa desde una alta ventana abierta. Viento helado y sudor no eran una buena combinación.
—¿Nos vemos en el comedor después? —me preguntó Noah, que se había apoyado en una pared para recuperar el aliento. Su cabello rubio estaba atado en una trenza que apenas le rozaba la nuca.
Le brillaban los ojos grises cada vez que me miraba, aunque yo fingía que no me daba cuenta. Noah nunca había intentado nada más aparte de unos cuantos besos que yo había rechazado amablemente. Gracias a los dioses, cada día veía como la intensidad de sus ojos iba a menos al mirarme a mí y cómo aumentaba al ver a nuestra amiga en común, Aedra. Me sentí feliz por ellos, porque también había visto en los ojos de la chica que le gustaba Noah, aunque esperaba que no me tocara intervenir como había tenido que hacer con Ardal y Vael.
Aun así, Noah de vez en cuando lo seguía intentando. Era guapo, pero yo no quería a nadie en ese momento y menos después de recibir aquella carta escueta pero llena de entusiasmo de parte de Jamis.
Los últimos días los había pasado en una mezcla de miedo y emoción por su visita. ¿Qué pasaba si ya no sentía lo mismo por mí? Habían pasado demasiados meses para mi gusto desde la última vez que nos habíamos visto y no habíamos vuelto a hablar, ni siquiera una mísera carta. Yo no me había atrevido, seguro de que Jamis no querría saber nada de mí. Al fin y al cabo, yo era la razón por la que su padre y él no se hablaban, por la que...
—Tallad, ¿me estás escuchando? —Noah me dio un golpe en el hombro, y yo di un salto.
—Lo siento, estaba pensando en otras cosas —me disculpé a media voz.
—Ya, en otras cosas… o en otra persona —murmuró por lo bajo. Vi que tenía la mandíbula apretada, que miraba hacia el suelo, aunque aún podía ver bien sus ojos: habían adquirido una tonalidad más oscura, casi tormentosa—. Me voy a clase, no quiero que Deniel me eche otra bronca por llegar tarde —me dijo en voz baja antes de marcharse, sin siquiera darme tiempo para disculparme o parar decir cualquier cosa en realidad.
Suspiré, a sabiendas de que no habría ninguna forma de que se le pasase el enfado más que esperar. Yo también me encaminé hacia clase, aunque sin mucho ánimo y no solo por lo que acababa de ocurrir; tenía clase con Kur Lanha, el mismo profesor con el que había discutido un mes atrás. Los latigazos no habían dejado marca gracias al profesor Thelor, que me había curado con esmero, pero yo aún podía sentir el cuero chasqueando, el ramalazo de dolor en la espalda y la sangre cayendo y empapando mi piel y la cinturilla del pantalón. No habían sido más que media docena de latigazos, pero habían sido duros; a algún sádico se le había ocurrido la buena idea de poner unos trozos de metal en las puntas de los cordeles que me habían desgarrado la piel al primer golpe.
Hoy en día, todavía consideraba que había sido un castigo injusto y cruel.
En realidad, la discusión había empezado como un debate entre los alumnos sobre si los medio elfos podían o no ir a la Academia. El profesor Lanha se había metido y él y yo, que teníamos opiniones totalmente diferentes, habíamos terminado gritándonos, con los demás mirándonos atónitos. Yo me había marchado hecho una furia y dos días después había recibido la carta del Consejo, citándome ante las Astas del Toro, como los alumnos llamaban a las sesiones con el director. El director Taaz había estado dispuesto a dejar el asunto en una disculpa y ya, pero el profesor Lanha había visto aquello casi como una ofensa.
Al final, el castigo con latigazos había sido aprobado a pesar de las discrepancias del director y de varios profesores más —Deniel y Rowena Morwen, Taeva Vantha y Thelor Helre.
Y todavía tenía que agradecer que el profesor Helre me hubiera curado con tanta rapidez; las heridas se habían desvanecido en cuestión de días y ya no quedaba ni siquiera una sombra rosada o una fina línea blanquecina que pudiera recordarme los latigazos.
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Editado: 10.11.2023