Después de que Tallad se marchara, decidí vestirme. En la habitación empezaba a hacer frío y yo no quería terminar congelado por culpa de una ventana que no se cerraba bien. Estaba empezando a pensar que me habían puesto en ese lugar a posta, sabiendo que seguramente me encontrarían una mañana azul por el frío.
Todavía era demasiado pronto como para que Leni estuviera allí con el desayuno, aunque yo me moría de hambre, así que estaba deseando que pasara el tiempo para poder comer. Había pensado en bajar a buscar la cocina de la Academia, pero era imposible que me orientara en aquel lugar; encontrarla sería imposible.
Mientras esperaba, hice lo mismo que había hecho la mañana anterior: cepillarme el pelo, arreglarme un poco para no parecer que hubiera salido de revolcarme en un cementerio y pasearme por la habitación. Seguro que cuando me fuera habría un surco en la piedra hecho con mis pasos. A pesar de la inquietud que me provocaba la visita al Consejo, estaba feliz y era incapaz de dejar de sonreír. Había pasado la noche con Tallad, habíamos hablado y, aunque teníamos asuntos pendientes de seguir hablándolos, ambos teníamos claro que deseábamos continuar juntos.
Cuando me cansé de caminar, me lancé encima de la cama y miré de nuevo los cuadros, deteniéndome una vez en la extensa genealogía que colgaba de la pared. Por primera vez llegué hasta el final, y me sorprendí al ver que el último miembro de aquella familia —los Dirsar—, llevaba mi mismo nombre, una coincidencia que me resultó graciosa. Sabía que mi nombre era élfico y que había sido mi madre la que había insistido en ponérmelo, pero desconocía el porqué. Cuando murió todavía era demasiado pequeño como para que algo así me importara y cuando me empezó a interesar, nadie había resuelto mis dudas.
Tocaron a la puerta y supuse que sería Leni con el desayuno, así que fui a quitar la tranca que había colocado después de que se fuera Tallad. Sin embargo, el rostro con el que me encontré no fue el de Leni, sino el de una mujer de mediana edad, con los ojos de un verde brillante y el cabello negro cortado a la altura de la mandíbula y que caía liso como una plancha. Era muy hermosa, con la piel oliva y bastante alta; con las puntas de las orejas estaban llenas de pendientes pequeños de plata engarzados con esmeraldas, jade y jaspe verde que hacían juego con sus ojos.
—Oh, lo siento, creía que… Bueno, esperaba a otra persona —me disculpé, mientras dejaba entrar a la mujer. Sin embargo, cuando se internó en la habitación, vi que llevaba entre las manos una bandeja que no había visto hasta ese momento, así que intenté rectificar como bien pude—. Mis disculpas, al parecer sois ¿vos? —terminé preguntando, porque no sabía cómo dirigirme a aquella mujer.
No parecía ser una criada, sino más bien una gran señora y no solo lo pensé por los grandes anillos de diamante que brillaban en sus dedos, sino por su porte. Bueno, sí, en eso me fijé después, pero porque era ilógico que una criada llevara tantas joyas.
No se me había pasado desapercibido el largo vestido de color azul noche, con un escote profundo y mangas estrechísimas que terminaban en pico a la altura de la muñeca. El traje se ceñía por todo su torso para después abrirse a la altura de sus rodillas y yo me preguntaba cómo era capaz de moverse con tanta agilidad con aquella ropa. Cuando la tuve de espaldas, vi que la parte posterior era tan reducida que tan solo contaba con unas cintas recubiertas de diamantes estratégicamente colocadas alrededor de su espalda, dejando ver así el enorme tatuaje en forma de flor que cubría su piel, una verdadera obra de arte hecha en tinta roja.
—Puedes tutearme si quieres —me dijo mientras colocaba la bandeja en la mesa y se giraba para verme. La elfa estiró una mano fina y elegante, que yo estreché a la vez que ella decía—: Soy Laredhel Lor, encantada de conocerte.
No hizo falta que me presentara; al parecer la mujer sabía más de mí que yo mismo. La invité a sentarse en una de las sillas; tenía una gracilidad envidiable y que me hizo sentir torpe al instante.
—Bueno, ¿puedo preguntar qué haces aquí, Laredhel? —pregunté, rezando para haber dicho bien el nombre. Era como un trabalenguas, aunque cuando ella lo había dicho había sonado magnífico.
—Tenía curiosidad por saber cómo eras —admitió la elfa, que no había dejado de mirarme ni un solo segundo con aquellos grandes e inquietantes ojos verdes. Tenía una sonrisa en su rostro que mostraba ligeramente los dientes, una mueca que resultaba un poco macabra.
Aquella mujer, a pesar de estar seguro de no haberla visto en mi vida, me sonaba mucho. Pero no tenía ni idea de por qué o cómo y era algo muy frustrante para alguien como yo que necesitaba saberlo todo. Intenté por todos los medios recordar dónde la habría podido ver, pero a no ser que esa elfa hubiera estado en el Bosque de Ile un año atrás, no me podía explicar de dónde venía aquella sensación. Tampoco tenía ninguna intención de preguntarle, sobre todo porque me daba miedo y tenía más afecto por mi vida que las ansias que pudiera tener por responder mis preguntas. Cuestión de prioridades.
—Es curioso, ¿verdad? Me recuerdas mucho a alguien, sobre todo con esos ojos tan bonitos —comentó despreocupadamente Laredhel, casi como si me hubiera leído la mente—. Qué raro, ¿no crees? Estoy segura de que te recordaría si te hubiera visto antes, o al menos recordaría a esa persona. ¡Pero nada, no hay forma!
—Yo estaba a punto de decir lo mismo. Me recuerdas también a alguien, pero no estoy seguro de a quién. Es cierto, es muy raro —afirmé sin dejar de contemplar a la elfa en busca de algo que me dijera por qué me sonaba tanto.
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Editado: 10.11.2023