El invierno en Pherea era horrible, lleno de lluvia, humedad constante y un cielo permanentemente gris que entristecía a cualquier mortal o inmortal. Para mí tenía, además, un tinte de soledad, sobre todo aquella mañana.
Llevaba más de tres meses allí desde que había ido a visitar a Tallad a Elexa. Los signos de una rebelión por parte de los elfos eran cada vez más evidentes, mientras que en la capital se respiraba un aire nauseabundo que infestaba a todos y cada uno de los que vivían allí y que provenía nada más y nada menos que del mismo rey Reshad. Hacía meses que no estaba bien y aunque cuando yo me había ido de viaje ya se empezaba a notar que su mente no funcionaba como antes, en esos últimos meses había degenerado hasta el punto de que era complicado mantenerlo sereno. El único propósito actual de la Guardia Real era impedir que el rey saliera de su habitación y ayudar a los médicos cuando se alteraba y debían hacerle tragar los sedantes a base de fuerza.
Aquel día yo estaba fuera de servicio, así que me había encerrado en mi habitación. De todas formas, tampoco se podía salir. La lluvia arreciaba con fuerza y no parecía que fuera a detenerse en las próximas horas; los dos últimos días había sido así y las calles se habían convertido en trampas mortales. Estaba mirando por la estrecha ventana de mis aposentos, envuelto en una manta para paliar el frío y deseando que aquel día terminara de una vez. Desde el momento en el que me había levantado, sabía que ese no iba a ser un buen día.
Miré hacia abajo, a la carta que rodaba sin cesar entre mis manos, sin saber qué hacer con ella.
Era de mi hermana Lyrina. Pedía verme esa misma mañana, en mi habitación, para poder hablar de «asuntos familiares», como lo había llamado ella. Yo sabía que se trataba de una estrategia de mi padre, lo más seguro que para intentar sacar tajada de mi situación dentro del castillo. No era la primera vez que Leovel Talth me mandaba una carta. Estaban llenas de frialdad y me llamaba Ser, como si no fuera capaz ni siquiera de escribir mi nombre y siempre pedía lo mismo que de alguna forma le hiciera llegar información sobre el estado del rey. Si mi hermana estuviera en la capital, nunca me lo pediría, estaba seguro. Pero Lyrina y su esposo seguían en Aarlen con mi padre y querían datos seguros sobre lo que ocurría en la corte.
Yo me había negado, quemando las cartas en la chimenea y rezando para que mi padre captara el mensaje y dejara de mandarlas, pero siempre llegaba una siguiente. No entendía tanta insistencia. Mi padre no tendría ningún escrúpulo en pagarle a algún sirviente para que le hiciera de espía en el castillo. ¿Por qué insistía tanto en que fuera yo?
Pero esta vez era distinta. Esta vez era mi hermana la que me había enviado la carta y, además, estaba allí. Me había asegurado de su presencia en Pherea por mis propios ojos. Había visto como el carruaje entraba en el patio de armas y Lyrina descendía lentamente mientras una criada sostenía un paraguas encima de su cabeza para que no se empapara. La verdad, no había echado de menos el rostro de mi hermana.
Aparté la imagen de Lyrina de mi cabeza y me tumbé en la cama. Las sábanas y mantas estaban desordenadas y tiradas por el suelo sin ningún cuidado. No sabía cuánto tiempo iba a tener que esperar a que mi hermana mayor llegara, pero conociéndola bien podía dejarme aquí todo el día y toda la tarde. Siempre me había considerado un mal necesario en su vida, justo como mi padre. Tal vez por eso se llevaran tan bien…
Ese día no fue así, sin embargo. Antes de que tuviera tiempo para reaccionar, la puerta de mi diminuta habitación se abrió de golpe y Lyrina entró de repente en mi habitación sin pedir ningún tipo de permiso. Muy propio de ella, también.
—Lyrina —susurré con sorpresa mientras me levantaba casi de un salto de la cama.
Mi hermana tan solo hizo una mueca al verme y por primera vez no pude sino darle la razón.
Había contado con tener más tiempo para poder arreglarme, así que mi aspecto era bastante… malo. Tenía la mandíbula cubierta por una barba de varios días, una camisa y unos pantalones viejos que usaba para dormir; además, iba descalzo. El cabello estaba desordenado, sin peinar y lleno de rizos por culpa de la humedad. En cambio, Lyrina estaba perfecta, con el cabello dorado cayendo perfectamente liso hasta sus caderas, los ojos verdes enmarcados por unas pestañas tintadas con negro y una tiara de oro y esmeraldas que le sujetaba el cabello. El vestido era rojo y dorado, solo cubriendo uno de sus brazos mientras que el otro estaba al aire, aunque de alguna forma habían conseguido pegarle polvo de oro y pequeñas esmeraldas en la piel del brazo desnudo. Pero a mí me importaba saber cuál era el contenido de la bolsa de cuero que llevaba mi hermana colgando de un hombro y en la que tamborileaba los dedos de vez en cuando. Conocía a mi hermana. Todos sus gestos y movimientos tenían un significado en su retorcida mente y si estaba toqueteando esa bolsa era porque le interesaba que me fijara en ella.
—Hola, hermanito —saludó Lyrina, con esa mueca de desprecio y altanería que yo había asociado con ella. De pequeños, había deseado darle un puñetazo y romperle la bonita nariz en muchas ocasiones.
—Hacía mucho que no nos veíamos —comenté sin saber qué decir. Lyrina y yo nunca habíamos sido realmente unidos y a pesar de la diferencia de edad me llevaba mejor con Loran que con ella. Puede que fuera porque Lyrina tuviera el mismo pensamiento de mi padre con respecto a los elfos, algo que me convertía a mí de forma automática en un posible enemigo con una diana pintada en la frente. Y mi hermana tenía muy buena puntería con la ballesta, no quería convertirme en su nuevo muñeco de prácticas. Era gracioso que solo yo fuera el blanco de su odio, cuando ella tenía la misma cantidad de sangre élfica que yo. Pero claro, de los tres hermanos solo yo había heredado las orejas puntiagudas y unos rasgos más élficos que Loren y Lyrina.
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Editado: 10.11.2023