Los secuestros no me gustaban, esa fue a la conclusión a la que llegué mientras estaba en aquella celda, sucia y húmeda. Estaba, atado de pies y manos con unas cadenas tan cortas que apenas podía moverme; ni siquiera podía estirar las piernas, así que me pasaba todo el día con el cuerpo encogido. Me dolía tanto el cuerpo que no notaba nada más.
—¡Elfo! No hagas ruido, ya te lo he dicho tres veces —me advirtió un vozarrón. Yo apenas podía ver su brazo, porque estaba sentado en una silla justo al lado de los barrotes de mi celda, donde empezaba el muro de piedra. Fumaba una pipa que desprendía un olor nauseabundo y cuyo humo ascendía y se desperdigaba hasta mi celda, como si quisiera matarme a base de oler aquel infernal aroma. Al guardia no debía quedarle olfato.
—Sí, elfo, estate quieto —lo secundó otra voz, que yo fui incapaz de identificar.
Los guardias siempre cambiaban y pocas veces les podía ver la cara, así que al final todas las voces se mezclaban en mi cabeza y era incapaz de reconocerlas.
Asustado por los gritos de los guardias, decidí volver a encogerme y quedarme lo más quieto posible. No quería volver a llevarme ninguna otra paliza cuando todavía no me había recuperado de la anterior; todavía notaba el costado ardiendo de dolor. Estaba seguro de que me había fisurado alguna costilla, o al menos que tenía alguna herida interna, porque tenía un dolor sordo y que se extendía por todo mi pecho. Con el tiempo sanaría, pero yo no sabía cuánto tiempo tenía, ni cuánto tiempo tardarían en aburrirse de beber cerveza de mala calidad y fumar y empezarían a mirarme de reojo, en busca de diversiones que terminarían con patadas y más puñetazos.
Les gustaba pegarme. Si las cadenas que me rodeaban las muñecas y los tobillos no estuvieran hechas de un metal especial que impedía hacer magia, no serían tan valientes. Pero mi magia estaba contenida y yo no tenía fuerzas para defenderme. Sentía la magia bajo la piel, deseando salir… y morir antes de llegar a mis dedos.
Sin poder hablar ni moverme, lo único que podía hacer era pensar y rememorar una y otra vez cómo había terminado allí. A veces me decía que pensara en cosas más agradables, en Jamis, en mi hermana, en mis amigos… Pero la rabia y la impotencia que sentía allí sentado, inmóvil, asustado y tratado como un perro me superaban y ahogaban cualquier buen recuerdo.
Me habían secuestrado hacía… No estaba seguro. Había ido la mayor parte del tiempo con una bolsa de tela en la cabeza y la otra mitad dormido gracias a los bebedizos que me daban para dejarme inconsciente. Cuando me despertaba estaba tan mareado y enfermo que apenas podía hacer otra cosa aparte de tambalearme y no intentar vomitar. Sin embargo, estaba seguro de que había viajado en barco, y teniendo en cuenta que los hombres que me habían llevado hasta allí eran humanos, solo existía la posibilidad de estar en Vyarith, por lo que la pregunta ahora era, ¿dónde? No lo sabía, aunque tenía ciertas ideas.
Cuando me raptaron había podido escuchar ciertas conversaciones y, aunque estaba mareado por el golpe que me acababan de dar en la cabeza, estaba casi seguro de que había escuchado el nombre de «Aarlen» en esa conversación. Creo que discutían sobre dónde debían llevarme. Conforme intentaba recordar, más me convencía de que me encontraba en la vieja fortaleza del padre de Jamis, el mismo lugar dónde él se había criado. La idea no me emocionaba, sobre todo porque eso significaba que Leovel Talth estaría también por allí. Lo más seguro era que todavía me considerara como el pervertidor de su hijo, el elfo que había provocado que su Jamis terminara deseando a los hombres y, sobre todo, que me hubiera elegido a mí por encima de la vida manipulada y controlada que él le ofrecía.
Siempre había pensado que Leovel Talth debía conocer muy poco a su propio hijo como para de verdad creer que podría aceptar semejante oferta, que no se quitaría la venda de los ojos y se rebelaría con furia, gritando con fuerza hasta desasirse de sus poderosas y alargadas garras. O tal vez… Tal vez se hubiera dado cuenta de que a Jamis no le gustaban las mujeres y había intentado por todos los medios controlarlo, atarlo a él a base de hacerlo sentir pequeño e insignificante. Hasta que se había dado cuenta de que había infravalorado a su propio hijo y sus ansias de libertad y había decidido apartarlo de su lado. Lo había presenciado en primera fila y todavía me ponía los pelos de punta al recordarlo.
Y justo por eso no terminaba de entender por qué estaría en Aarlen. Leovel Talth había dejado bien claro que no quería saber nada más de Jamis e incluso se había negado aceptar la espada de su familia porque no deseaba tener nada que su hijo hubiera tocado. No tenía sentido… y, sin embargo, era la única posibilidad para que a mí me hubieran secuestrado. ¿Era posible que quisiera castigarme por haber apartado a Jamis de su lado?, ¿qué me considerara el culpable de todo aquello?
En todo caso, debería mirarse a sí mismo.
Tantas ideas y posibles combinaciones estaban empezando a hacer que mi cabeza martilleara, aunque seguramente también algo que ver el hecho de que los hombres siguiera fumando, bebiendo y cantando horribles canciones. Hasta mis cadenas sonaban mejor que esos monstruosos cantos. Por suerte, no duraron mucho más, porque de repente se abrió una puerta con un golpe y una voz exclamó:
—¡Largo! ¡Ya, malditos borrachos!
Los guardias se levantaron tan rápido que volcaron las sillas y una de las jarras de cerveza se derramó por todas partes cuando salió volando de una patada, regando las paredes y el suelo con gotitas de cerveza. Durante unos segundos después de que se marcharan, todo estuvo en silencio y mi corazón empezó a palpitar con tanta fuerza que estaba seguro de que el hombre podría escuchar a la perfección cada latido; resonaban en mis sienes uniéndose al dolor de cabeza en un segundo martilleo.
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Editado: 10.11.2023