En tierras de Vyarith

Capítulo 13

Todavía miraba de reojo los registros cuando pasaba por su lado, como si en la hoja fuera a cambiar algo. O más concretamente, fuera a cambiar esos dos pequeños cuadraditos unidos por flechas al nombre de mi abuela Gilly y que resonaban en mi cabeza una y otra vez.

«Jamis Dirsar y Laredhel Lor son mis bisabuelos», me repetía sin cesar mientras me paseaba por la habitación mordiéndome el labio inferior. Y mi abuela Gilly había tenido una hija con un elfo que se llamaba Ylla y se había casado con Quentin Farel, el medio elfo que me había llevado hasta la isla de Elwa y después me había devuelto a Vyarith. Me pregunté una vez más si él sabría quién era yo cuando me llevó en su barco.

Admito que, cuando vi aquellos dos nombres allí apuntados, había ido a por un tintero y una pluma para tacharlos, pero no sirvió de nada. Los papeles debían estar embrujados, porque por mucho que lo intenté, no conseguí hacer ni una sola raya que perdurara más de unos segundos.

Tal vez eso explicaba cómo era posible que apareciera el nombre Ylla, Quentirn y sus hijos. Lo más seguro era que el papel estuviera hechizado para registrar un nacimiento en la familia nada más se producía, porque dudaba mucho que mi padre o mis tíos se hubieran tomado la molestia de buscar los registros y apuntarlos. De mi tío Sovann lo habría podido pensar, pero no tenía sentido. No era el hermano de mi madre, y mi tía Dellora odiaba a los elfos desde el momento en el que mi abuelo Peter Thywald había abandonado a su madre para casarse con mi abuela Gilly.

Yo no los había conocido. Mi abuelo había muerto antes de que yo naciera, y mi abuela se había marchado cuando mi madre era pequeña. Tan poco conocía de ella que ni siquiera sabía su apellido, o la cuestión con Jamis Dirsar hubiera sido mucho más rápida.

A pesar de que todos esos pensamientos ocupaban mucho espacio en mi mente, había algo que los desterraba todos y cada uno de ellos y era la preocupación que sentía por Tallad. Ardal y Vael habían intentado ponerse en contacto con él por métodos mágicos, mientras que yo lo había intentado por cartas, maldiciendo por no tener un método de mensajería más rápida y que no llevara varias semanas en llegar.

Nuestra angustia no era cosa de tontería. Llevábamos más de dos semanas sin tener la acostumbrada carta que tanto Vael como yo recibíamos desde Elexa. Había veces que no eran más que unas letras, pero la simple frase «estoy bien», calmaba mis nervios. Además, sentía recorriendo mis huesos una mala sensación, algo que me decía que las cosas no iban bien y que me instaba a subirme al caballo y buscar a Tallad. Sin embargo, si había aprendido algo de mi padre era a no dejarme llevar por mis sentidos. Los sentidos podían fallar, y eso no podía permitírmelo en mi delicada e inestable situación que me hacía ver cada día que estaba paseándome por un precipicio y sin cuerda de seguridad. No podía poner —más—, en peligro a Tallad.

A la sorpresa por descubrir mi nueva —o no tan nueva—, familia y la preocupación por Tallad se le unía el nerviosismo que corría por la corte y que me alcanzaba a pesar de que apenas la pisara un par de veces. Se extendía por toda Pherea como la peste y llegaba a todo el mundo.

El rey Reshad empeoraba día a día, a una velocidad de escándalo. Mientras que hacía unos meses el viejo rey solo era un problema cuando se alteraba, ahora se había convertido en dilema a todas horas. Era un peligro para los demás casi tanto como para sí mismo y los médicos eran incapaces de saber qué era lo que le estaba provocando aquella locura que le hacía creer que todos estaban a punto de matarlo. Algunos días se trataba de asesinos entre los sirvientes; otros no comía ni bebía nada por miedo a que lo envenenaran.

El reino entero estaba en vela, esperando a que muriera el rey o alguien asumiera el cargo, apartando a Reshad antes de que aquello fuera a peor. Pero los nobles no se decidían a pesar de que no faltaban candidatos que se ofrecían a ocupar el trono «hasta que nuestro bien amado rey se mejore». Era una tontería. El siguiente en la lista de sucesión era Ricard, el esposo de Lyrina. Mi querida hermana parecía estar esperando con ansias a que Reshad muriera, aunque por lo menos tenía la decencia de esconderlo tras una máscara impenetrable de tristeza y lamentos. Los nobles y el resto de la corte se lo creían, pero yo llevaba demasiado tiempo viviendo con ella y con mi padre como para no saber cuándo fingían.

Estaba harto, pensaba mientras me seguía paseando de arriba abajo por la habitación, con el sabor de la sangre en la lengua de morderme los labios y preguntándome por qué mi instinto me decía que me marchara de Pherea cuanto antes. Por qué, cuando escuché la voz de Lyrina llamándome para que le abriera la puerta cerrada con llave, me entró un escalofrío y me aparté de la puerta casi con miedo.

Los insistentes golpes de mi hermana me hicieron reaccionar. En mi cuerpo todavía quedaban remanentes de aquella sensación que me dijeron al mirar el rostro de Lyrina que esa mujer con rostro adorable y hermoso no era más que un demonio con cara humana. ¿Habría algo bueno en mi hermana? Me costaba creerlo.

—Hermano, tengo un mensaje para ti —me anunció Lyrina mientras sacaba del bolsillo de su vestido una carta bien doblada y me la entregaba con una sonrisa encantadora y amable que no pudo, sin embargo, ocultarme la retorcida felicidad que había debajo.

—¿De padre? —pregunté extrañado al ver el sello—. Creía que había dejado bien claro que no deseaba saber nada más de vuestros tratos. No voy a volver nunca a haceros de espía, Lyrina. Me niego a seguir danzando al son de vuestra música como si fuera tonto.




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