—¿Dónde irás? —preguntó Lyrina mientras sujetaba las riendas de mi caballo, esperando a que yo terminara de apretar las cinchas de la silla de montar.
Hacía un frío horrible y tenía los dedos congelados. Había tenido que quitarme los guantes para poder hacer el trabajo y los notaba entumecidos y doloridos cada vez que tiraba de las cinchas con fuerza.
El patio de armas a nuestro alrededor estaba desierto. Era demasiado temprano como para hubiera nadie despierto a excepción de nosotros y los guardias que acompañaban a mi hermana. Desde ahí también podía ver a los soldados que paseaban por las almenas y no los envidié ni un poco.
—No lo sé, pero supongo que iré a buscar a Tallad. En algún momento —añadí sin estar muy seguro.
En ese momento no estaba seguro de nada, ni siquiera de mi nombre. Quería ver a Tallad, pero a la vez no quería; deseaba volver a Aarlen, pero ni podía ni tampoco quería. En mi mente se aglutinaban cientos de contradicciones que me daban dolor de cabeza y me hacían querer darme golpes hasta terminar inconsciente.
—Ve con cuidado, ¿vale? —Lyrina estaba hermosa esa mañana, con el cabello dorado recogido en una larga trenza que le caía por un hombro y la frente ceñida por una fina diadema trenzada con una gran esmeralda ovalada en el centro. La capa blanca dejaba entrever el vestido marrón oscuro que llevaba debajo. La vida de reina le sentaba bien. Había nacido para ello.
—Solo es nieve, hermanita, nada que no pueda soportar.
—Pero estarás solo.
—No es una novedad para mí —sentencié. No quería hablar, por mucho que Lyrina lo intentara. En los últimos meses había intentado acercarse a mí de nuevo, pero yo no quería nada de ella. Durante años habíamos sido como dos desconocidos viviendo bajo el mismo techo y ahora ya era tarde para intentar ser una familia feliz cuando la familia se había ido a la mierda en cuestión de meses. No, no quería saber nada de Lyrina ni de sus arrepentimientos. Era tarde para nosotros. Era tarde para todos.
—¿Y dónde te quedarás? Recuerda que no puedes…
—Que no puedo ir a los castillos —terminé por ella con voz de cansancio. Me lo había repetido tantas veces que me lo sabía de memoria—. Lo sé, Lyrina. Me sé bien dónde puedo ir y donde no. Sé que una vez salga no podré volver a Pherea. Sé que si quiero salir de Vyarith tendré que pedírselo a uno de los señores. No tienes que recordármelo más veces.
—Vale.
No hubo más conversación y después de asegurarme de que llevaba todas mis cosas, me subí al caballo y desaparecí sin mirar atrás, sin derramar ni una sola lágrima. Los soldados levantaron el rastrillo y bajaron el puente con un chirrido de las cadenas congeladas. El pueblo estaba sumido en un silencio tenso. Todavía se estaban recuperando de la batalla que se había librado en sus calles; muchos habían muerto defendiendo las puertas de la ciudad y Lyrina me había contado que habían tardado días en enterrar todos los cadáveres.
Había pasado tiempo desde la batalla, pero la gente seguía nerviosa y eso se notaba en al ambiente viciado que se respiraba en la ciudad incluso cuando no había nadie recorriendo las calles.
La nieve caía a esa hora, ligeros copos que se derretían apenas daban contra el suelo, deshaciéndose y formando grandes charcos fríos que salpicaba cuando los cascos del caballo chapoteaban en ellos. Febrero era un buen mes, con aires helados y limpios, sin el olor típico que inundaba las ciudades el resto del año. Todo el mundo estaba metido dentro de sus casas y, más a esa hora de la mañana, que apenas empezaba a amanecer.
Cuando crucé el portón de la muralla y me vi fuera de los muros de Pherea, sentí como se soltaba el lastre que llevaba semanas aprisionándome el pecho. Había tenido miedo de que no me dejaran salir en el último momento y de tener que pasar más tiempo en aquella sucia y fea ciudad. Hasta me había despertado en mitad de la noche por las pesadillas.
Cabalgué no muy rápido, porque todavía tenía que pensar a dónde me dirigiría. Durante los meses posteriores a que matara a Reshad me había visto envuelto en una locura de juicios, acuerdos secretos y visitas de señores a mi celda que tenían como propósito esclarecer que iban a hacer conmigo. Lyrina había cumplido el último trato que había hecho con mi padre y había conseguido mi libertad, aunque con condiciones. Nada de volver a Aarlen, nada ser señor, ni de ir a castillos. La corte y la nobleza estaban vetados para mí, aunque tampoco suponía ningún dolor para mí excepto la pena de perder una buena cama, un techo sin agujeros y comida caliente todos los días. Para salir de Vyarith debía pedir permiso al señor del lugar, y si me veía envuelto, por casualidad o por voluntad propia, en alguna traición, asesinato o cualquier cosa de ese estilo, ni que mi hermana se hubiera convertido en reina impediría que me cortaran la cabeza y la clavaran en una pica en lo alto de la muralla.
¿Mi perspectiva de vida ahora? No morir era una buena idea. Sobrevivir en los caminos destrozados por la guerra, tal vez llegar a algún lugar en el que poder quedarme y pasar el resto de mi vida, que esperaba sinceramente que no fuera muy larga.
En cuanto a Tallad… no lo sabía. Quería verle, sí, y estar con él, pero una parte de mí había aceptado lo que había dicho mi padre en una de sus últimas cartas: que si no lo hubiera conocido, yo seguiría en Aarlen, con Loran y con el resto de mi familia. Y saber eso era… difícil. No podía simplemente olvidar que mi padre había muerto por una flecha que Ardal le había lanzado para vengar la muerte de Vael y el secuestro de Tallad. Quería pensar que sí, que había aceptado que mi padre era un monstruo sin corazón que no había tenido ninguna piedad, pero en el fondo era incapaz de verlo así, por mucho que una parte de mi mente me insistiera una y otra vez. En el fondo sabía que sería incapaz de odiarlo por mucho que dijera que así era y prefería ser sincero conmigo mismo a mentirme a mí mismo.
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Editado: 10.11.2023