¿enamorados? Imposible

CAPÍTULO 6

Entrar al edificio principal de la revista no fue nada parecido a mi anterior visita hace unas horas. Alberto y la dichosa Diana solo me observan pasar por enfrente del escritorio, pero regreso sobre mis pasos al ver a las personas que esperan abordar los elevadores.

No planeo viajar en ellos otra vez, y las escaleras quedan descartadas.

—Hola, Alberto, ¿podrías llamar a Walter y avisarle que estoy aquí?

—Por supuesto, señorita. —Sonríe falsamente y yo me regodeo un poco por ello.

El anillo en mi bolsillo pesa demasiado. Tuve que retirarlo, no quiero que se enteren personas de más. Con mis amigas y nuestras familias es suficiente. Porque si él le dice a su madre, eso se supone que debo decirle a la mía, ¿no?

Alguien ajeno a nosotros podría vender la noticia a la prensa. Y lo que menos necesito ahora son cámaras sobre mi rostro e intentaré evitarlas lo más que pueda.

—Señorita.

Giro hacia Oliver.

—Ya te he dicho que me digas Chris. No eres demasiado viejo.

Asiente y con su palma indica hacia el ascensor—: Subamos. Sígame.

¿Es en serio? Hasta él tiene una tarjeta para este elevador, ¿y yo las dos veces tuve que aventurarme por otros caminos? Cuanta preferencia hay aquí. Aunque, ahora que lo pienso, no debo de tener ninguna preferencia en una empresa en la cual ni trabajo.

Las miradas en mí ya no son tan notorias, pues me he cambiado a un vestido de los que compré en la feria de artesanías.

Víctor, el secretario de Walter, nos detiene justo antes de que toque la perilla para abrir sin llamar.

—El señor Reed está ocupado. No puede pasar.

—Oh. De acuerdo, gracias —Le sonrío y camino al gran ventanal que se extiende en donde deberían estar las paredes.

Desde aquí puedo ver parte de la ciudad: los coches pasando junto al desastroso tráfico; peatones acelerando su paso pues una gran nube ya cubrió la puesta de sol, alertando una fuerte lluvia.

Necesito hablar con Walter antes de que comience el diluvio. No quiero ir a paso de caracol en carretera gracias a la lluvia. Deseo llegar temprano a casa.

No quiero que lo del alce vuelva a suceder.

Regresaba de Airillo, no lo vi y tenía mucha prisa por llegar a mi apartamento y dormir unas cuantas horas para la universidad... pero él tampoco me vio y terminé en una veterinaria, sin dormir y con una multa de la policía por exceso de velocidad.

—Christina.

Giro y me topo con Oliver, uno de los hombres más serios que he conocido, pues ni contándole mi anécdota de mamá osa se rio. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta muchos o treinta pocos? Porque se comporta como un cincuentón.

—¿Sí?

—Walter llamó. Quiere que entres.

Aguarda un segundo... ¡Él me tuteó!

Sonrío ampliamente.

—Gracias.

Toco la puerta dos veces por educación antes de escuchar su voz dándome el paso. Abro y no me encuentro con su rostro o su espalda, sino de alguien más. Del género femenino. Con un vestido negro y un saco rojo. El cabello que cae por su espalda no es rubio —gracias a Dios, porque no podría enfrentar a mi amiga—, es de un castaño claro. Me detengo al cerrar la puerta detrás de mí.

—Madre, ella es Christina.

Ya no es tan genial.

La que ahora sé quién me da la espalda y porta tal cuerpazo —y a la que yo llamo reina de La France—, se voltea y me mira de pies a cabeza para posteriormente ver a su hijo.

—¿Qué te he dicho sobre contratar a...—Vuelve a examinar mi cuerpo— indigentes? Eso no cuenta como una buena acción, y no me harás cambiar mi manera de verte, Carlton.

Su actitud me dio escalofríos y me pareció tan familiar que me encajé las uñas en la palma de mi mano para cerciorarme que no volví a escuchar frases donde no eran.

—Yo no...—intenté defenderme, pero la voz de Walter no lo permitió

—Madre, por favor. Ella no es una indigente.

Rodea a la reina de La France y se coloca a mi lado.

—Claro que lo es. Solo basta mirarla. Te he dicho que ser mi sucesor y tener más responsabilidades que tu hermano no te da el derecho de contratar a cualquiera con quien quieras acostarte —Fuertes declaraciones, teniendo en cuenta que él contrató a Alison—. Aunque estoy segura de que tendrá algo que no se cura con penicilina.

—¡Estoy aquí, y no soy sorda! —exclamé haciéndole frente. No pienso dejarme pisotear por esa señora. Muy familiar mío falso que sea.

Ya tengo suficiente con los reales.

—Niña, tú no tienes derecho a meterte en conversaciones ajenas.

—Tengo todo el derecho en meterme en cualquier conversación que me plazca —Está bien, no lo tengo; jamás me metería en la de una pareja que esté a punto de terminar o de algunas personas comentando la defunción de alguien más; pero en esta lo tengo—, y más si en ella se habla de mí.




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