¿enamorados? Imposible

CAPÍTULO 10

Walter.

21 de junio 2024.

Cuando pongo un pie dentro de la empresa, todo es un desastre; son las diez de la mañana y todos corren de un lado a otro para arreglar el más mínimo desperfecto, sin embargo, nada de esto es por mí o por Amadeus. Esto es por el señor Carter Reed.

Todo este revuelo es porque mi padre vendrá a dar su conocida inspección de cada tercer viernes de mes para verificar que todo va en orden en su amada empresa. Su legado, como él la llama, aunque a mí no me molesta tenerlo aquí, es como mi día de descanso, pues él es mucho más relajado que su esposa.

Subo por el ascensor destinado a los jefes, a petición de mi padre, pero tampoco me niego a usarlo.

Cierro mis ojos recargando mi espalda en la pared de aluminio. ¿Por qué justamente hoy tiene que venir Carter? Si fuera un viernes como cualquier otro, es decir, sin mi supuesta prometida inconsciente en mi casa; no me importaría que él viniera, pero hoy debía quedarme en casa. No quiero llegar a encontrar mis cosas rotas o fuera de su lugar, solo me queda confiar en que Oliver y Petunia cuidarán a esa niña hiperactiva una vez despierte.

Salgo de ese cubículo de metal y al hacerlo me encuentro con el mismo desastre de abajo, pero también alguien que se me hace un poco familiar, una chica, esperando de pie frente al escritorio de mi secretario.

—¿Alguna novedad, Víctor? —pregunto viendo a la chica de brazos cruzados. Me parece muy familiar, ahora que lo pienso.

—Señor…

—Contigo quería hablar, roba amigas.

—Señor Reed, ella es la señorita Umtiti. Lleva esperándolo un tiempo.

¿La señorita Umtiti? Solo espero que no sea una de esas chicas que viene diciendo que tenemos un niño de uno o dos años, porque recordaría su rostro si hubiéramos estado juntos más de una noche.

—Gracias, Víctor. Adelante, señorita. —Le abro la puerta y dejo que pase.

Pienso de dónde la conozco. Sin embargo, el cabello castaño rizado, atado en una caleta, no le encuentro lugar en mi memoria.

—Muy bien, Reed —su voz es un poco aguda. Deja su bolsa en el sofá azul pegado a la pared. Se gira, con su dedo en alto. Retrocedo cuando empieza a caminar hacia mí—. Me dirás ahora mismo dónde está mi mejor amiga. —demanda acorralándome contra la pared.

Trago saliva. Es menuda la chica, pero da un poco de miedo.

Claro, ella estaba en el departamento de Chrisitna. Emilia, según recuerdo. Carraspeo arreglando mi saco, pero no puedo decir nada porque la puerta se abre, dejando ver la cabellera de mi hermano mientras habla por teléfono. Nos mira y frunce el ceño, bajando el aparato.

—Amiga de Christina —le digo antes de que empiece a hacerse ideas erróneas. La única de sus amigas que me interesa de ese modo está tres pisos abajo. Asiente; la chica le sonríe y estira su mano.

—Emilia, un gusto.

—Amadeus —Estrecha su mano y le corresponde la sonrisa, después me mira—. Papá nos espera abajo, quiere desayunar con nosotros.

—Ya los sigo, no tardaré —le aviso. Se despide de Emilia y cierra la puerta cuando sale, ella se gira hacia mí y curvea una ceja, cruzando los brazos sobre su pecho—. Christina está bien.

—¿Por qué no contesta mis llamadas?

—Posiblemente siga dormida. Ayer se cayó de un árbol, perdió el conocimiento.

Su semblante cambió a uno mucho más preocupado.

—¡¿Cómo que cayó de un árbol?!

—Ya la conoces, siempre tan hiperactiva. Intenté detenerla, pero ella quería subir.

—Sí, es verdad. ¿Le dirás que me llame? Me gustaría verla cuando salga del trabajo.

—Puedes venir a comer con nosotros en casa de mis padres. Se las presentaré y supongo que necesitará apoyo moral.

—¡Genial!

Le anoto la dirección en un papel y después se va. Me quedo un tiempo observando el cielo a través del gran ventanal. Mi madre ya sabe de nuestro compromiso, pero Carter no. Lo sé porque se fue de viaje a un retiro espiritual a no sé dónde, y no se les permite tener celulares allí. Solo espero que no sea tan mordaz con sus palabras como lo fue mi madre.

 

 

Christina.

¿Cómo puedo decirle a cierta persona que no me interesa su plática, o, en este caso, hablar de una fiesta que ni siquiera quiero celebrar? ¿Acaso no se nota mi cara de «me duele la cabeza, no me hables»?

Y no es un dolor que se cura con aspirina durmiendo el cerebro. No. Es un dolor tan intenso que las sienes me punzan; la nuca duele y, de vez en cuando, la Señora Vanidad se torna borrosa.

Hubiera preferido seguir dormida, pero Petunia, la ama de llaves de Walter, me despertó por la presencia de Helena. Tuve que obligarme a salir de la cama, vestirme con lo que había en el armario de su hijo y subirme a su auto para que nos trajeran a la gran mansión Reed-Greyson para iniciar mi audiencia con ella.

—Mamá, creo que necesita un descanso, mírala. —Me señala. No sé qué expresión tengo impresa en el rostro, pero la mamá de Walter bufó con exasperación y se fue del comedor. La que habló en mi defensa fue mi dulce cuñada. Es la hija pequeña de los Reed-Greyson. A sus catorce años estoy segura que es la que más empatía tiene de toda esa familia.




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