¿enamorados? Imposible

CAPÍTULO 17

Mi mente idea demasiadas cosas a cada segundo, y ninguna es mejor que la otra.

Lo más prudente que puedo hacer ahora, es mantener la calma. Observo todo a mi alrededor para buscar algo que pueda ayudarme. En la habitación donde estoy no hay mucho: una pequeña ventana en la cima de la pared, cuatro paredes, una puerta y una silla, en la cual estoy atada y amordazada.

Cuando no pienso en una forma de salir de aquí, la imagen de Dante ensangrentado llega a mis ojos, porque yo puedo terminar como él después de que esos hombres hagan lo que quieran conmigo, porque no me mantienen aquí solo por ser bonita y no poner resistencia al seguirlos.

Me niego a llorar. Tengo que mantenerme cuerda para poder salir de aquí. No pienso morir sin dar batalla o al menos intentarlo.

No hay nada en la habitación que me pueda servir, pero aún tengo la pluma escondida en el moño de mi cabello, mis anteojos y cuento con la cuerda que me ata. La mordaza no me servirá de mucho.

No ha habido ningún ruido fuera de la puerta, y tampoco se ha presentado sombra alguna. Si quiero salir de aquí, tiene que ser ahora. No puedo quedarme sentada a esperar a mis captores y entregarme en bandeja de plata.

1…

«Respira, Chris, tú puedes».

2…

«Será sencillo».

3…

«¿Podemos contar hasta cinco?»

4…

«O mejor, ¿hasta diez?»

5…

Inhalo, me paro en las puntas de mis dedos y me balanceo hacia delante. Tomé impulso, todo lo que puedo con mi poca movilidad, salto y dejo caer mi cuerpo hacia atrás, para estrellar la silla en el piso.

El golpe logra sacarme el aliento y sofocarme pero, al ser plegable la silla, se movió un poco, dejando más flojas las ataduras. Con un mínimo pitido en el oído, y recuperando el ritmo de la respiración, muevo los brazos para sacarlos de su agarre.

Después de un tiempo lo logré, giré en el piso, sintiendo un inmenso dolor en la espalda, pero no puedo tomarme mi tiempo para acostumbrarme al dolor; me levanto con rapidez al escuchar voces detrás de la puerta. Parpadeo para que la visión borrosa por el mareo se vaya.

A pesar de obligarme a dejar el pánico en un rincón, este trepa para abrazarme. Mi respiración se acelera y todas las ideas que tenía antes, se evaporan cual agua a cien grados Celsius.

Ahora, ¿qué hago? Ellos son cinco y yo solo una, y mujer, con demasiada fuerza de diferencia. Jamás podré ganarles

Me obligo a mantenerme serena y pensar rápido, es cuestión de vida o muerte, la mayoría de las personas piensan mejor en situaciones de riesgo. Y he comprobado que soy una de ellas. Veo la silla tirada en el piso. Y si…

Pero antes de eso…

Poco después la puerta es abierta y entran dos de los cinco. Sonríen con malicia. Ambos tienen el cabello negro y lo llevan alborotado, uno es más alto que el otro, aunque intimidan bastante con sus complexiones.

—Quítale la mordaza.

Para no levantar sospechas y tomarlos desprevenidos —pues no sabía cuántos venían—, volví a donde me dejaron. Estoy sentada, «atada» y amordazada.

—¿Por qué hacen esto? —sollozo para darle más dramatismo al asunto, después de que uno me sacara la mordaza de mis labios.

—El dueño nos debía una gran cantidad de dinero. Tu compañero nos descubrió tratando de recuperarlo. —Se agacha para quedar a mi altura, veo que tiene un piercing en la ceja derecha, y suspira—. No podemos dejar testigos, belleza. Siento mucho eso.

—No diré nada a nadie. Ni siquiera he visto lo que están haciendo aquí.

—Lo convertimos en nuestro laboratorio para las drogas que distribuimos.

Quiero matar a ese tipo. El que está en cuclillas frente a mí, baja la cabeza, soltando un bufido.

—Gracias, Cíclope, ahora sí tendremos que matarla.

«Sí, gracias, Cíclope».

—No tienen que hacerlo, puedo conseguirles el dinero que se les debía.

—¿Un millón?

¡Santa virgen de los peluches! ¿Quién, en su sano juicio, debe tanto dinero?

—Puedo conseguirlo —Me muestro en confianza con mis palabras, alzando el mentón.

—¿Cómo? —Se burla tomando mi barbilla y la acaricia con el dedo. Trato de quitar mi rostro de su agarre, pero lo sostiene con más ahínco.

—Soy... —Cierro mis ojos, suelto un suspiro y después los abro—. ¿Conoces a Reginald Gudell?

—Todo el mundo lo conoce. ¿Por qué?

Si puedo salir de aquí ilesa y sin hacer algo arriesgado, lo haré. Aunque tenga que decirle lo que más he tratado de ocultar.

—Es mi padre.

Pero el maleante se ríe.

—Gudell no tiene hijas.

Me tenso. Por supuesto. Yo lo oculté y él a toda la familia.




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