Durante varias semanas lloraba encerrada en su habitación con su ropa entre mis brazos, tratando de sentir y no dejar escapar su aroma, pero ésta con el paso de los días fue desapareciendo. Visitaba muy a menudo su despacho esperando verlo allí sentado, pero estaba vacío como mi alma. A veces despertaba en las mañanas pensando que todo era una pesadilla y que pronto lo vería entrar por esa puerta a darme los buenos días; esos días eran lo más peores, sobre todo cuando soñaba con él, pues mi corazón lo sentía tan cerca en mi subconsciente que cuando despertaba y no lo sentía el aire se me hacía pesado y difícil de respirarlo, pues sentía que todo el dolor se acumulaba en mi pecho haciendo una fuerte presión dejándome sin oxígeno.
Durante los primeros meses estuve varias veces en el hospital, María y Cesar en ningún momento me abandonaron, pero los estaba arrastrando conmigo en este pozo de oscuridad y soledad, pues yo misma veía como sufrían al verme en una cama de un hospital sin poder respirar.
A veces en las tardes me sentaba en el suelo de la sala de arte a observar los cuadros que más le habían gustado al señor Francisco, tratando de hallarlo a través de ellos, y a veces en las noches me levantaba muy tarde y salía al jardín y me sentaba allí, sin importar la helada de la noche o si estaba lloviendo, solo anhelaba que tan solo una vez más él estuviese atrás de mi como antes.
En dos meses bajé 20 kilos, los médicos me había diagnosticado como “causa perdida”, pues según ellos, yo me estaba autodestruyendo, me estaba torturando, me había dejado morir pues había permitido que hasta el más simple recuerdo se apoderará de mi alma causando la presión en el pecho, hasta que llegaría un momento en que ya no lo soportaría y mi corazón explotaría; Cesar y María lo intentaron todo por no dejarme morir, desde consentirme y tratarme como a una niña, hasta recluirme en un hospital mental, pero los médicos no dieron la orden pues no era una enfermedad metal, sino del alma como dijo un psicólogo.
Yo me había olvidado de todo, incluso hasta de mi Cristo porque desde la muerte del señor Francisco no volví a hablar con Él, ni con nadie. Lo había perdido todo, y ese sentimiento de soledad me acompañaba de nuevo. Tal vez dejé de hablar con mi Cristo pero Él nunca me dejó sola, porque cada vez que el dolor era más intenso e imposible de soportar lo sentía tan cerca de mí que era imposible no sentirle, y aunque al principio sentí ira y resentimiento, nunca dejé de amarle y de recostarme en su pecho, pues allí era el único lugar donde mi dolor menguaba; un Psicólogo me describió como muerta en vida, y así estaba; hasta que una tarde cuando los recuerdos y el dolor me ahogaban, entonces sentí que ya no podía callar y fue cuando me arrodillé frente a mi Dios y con mi último aliento le dije - “Quiero vivir sin dolor” entonces la presión en el pecho menguó sin necesidad del tubo de oxígeno, y fue allí cuando comprendí que si quería vivir de nuevo no podía hacerlo en aquella casa; como dije antes, nunca se supera el dolor y el vacío que dejan ciertas personas en nosotros, solo aprendemos a vivir con ellos. Jesucristo me pedía continuar, pero no en aquella casa, no en aquella ciudad, no en aquel país.