Los nervios me carcomían, y no hallaba motivo, solo era otro cumpleaños. Y para ser sincera, ni siquiera veía una razón para festejar, pero al parecer era la única.
Frente a mí, una figura que conocía a la perfección avanzaba en dirección al gran comedor, su cabello dorado resaltaba en el lugar y la camiseta negra junto a los pantalones de mezclilla que lo obligué a usar lo hacían ver más guapo de lo que era. Le iba bien lo informal.
Mi mente trabajaba a toda velocidad en una excusa para dar vuelta y huir cuando se abrió a la izquierda, dejando un espacio lo suficientemente grande para que yo siguiera con mi camino. Indignada, aparté la vista un instante, observando el sol esconderse tras la iglesia a menos de un kilómetro, más calmada avancé unos pasos, quedando a su lado al tiempo que mis pies se detenían por el calor de su mano en mi cintura, en aquel pedacito expuesto por el vestido que me había convencido de usar.
—Yo tampoco quiero estar aquí, Ada, pero tus padres se esforzaron mucho. Hagámoslo por ellos, ¿sí? —susurró cerca de mi oído. Mantuve mi vista al frente, haciendo caso omiso—. Vamos, hazlo por mí entonces—jugando sucio, plantó un húmedo beso en mi cuello.
—No hagas eso, Declan. — advertí entre dientes, simples actos como esos me desestabilizaban, y el muy condenado lo sabía.
—Uhmm, ¿Hacer qué?—siguió con su recorrido hasta mi mejilla, le hubiese seguido la corriente en cualquier otro momento, ¡Pero no con mi familia en casa!
—Tienes tres segundos para apartarte o te juro, Declan Hansen, que duermes con el perro. —intenté alejarme, luchando por contener una sonrisa, pero su mano fue más rápida y me empujó contra su pecho, mirándome de frente.
—No tenemos un perro, Ada.
Mi mente tardó en recibir la información, los pequeños círculos que había comenzado a trazar en mi espalda baja eran mucho para soportar, su sonrisa se enganchó al notar mi reacción ante su toque. Enojada por delatarme, logré liberarme de su agarre y salí corriendo a nuestro destino, riendo a carcajadas al ver su confusión.
—Ven aquí, pequeña escurridiza—lo veía trotar de reojo, y aceleré el paso. Pero no fue suficiente, y a menos de dos metros de la entrada me atrapó entre sus brazos.
—Me gusta más cuando me llamas...
Desperté, culpa del estruendoso y horrible sonido de la alarma que mis padres insistían en que conservara pese a mis insistencias, mi respiración nuevamente era un desastre, podía sentir aún la suavidad de sus labios sobre mi piel y la firmeza de sus manos a mi alrededor. Era escalofriantemente reconfortante, incluso si debía estar acostumbrada a esas alturas.
—No otra vez. —conseguí articular entre jadeos, controlando de a poco mi ritmo cardíaco, me cubrí la cara con una de las almohadas, rezando por poder conciliar el sueño nuevamente.
Era sábado, ¿Por qué había sonado esa cosa siquiera?
Cerré con fuerza mis ojos cuando el ruido cesó, pero al hacerlo volvía a repetirse la escena en mi mente, las sensaciones y sentimientos estaban a flor de piel y no parecían querer irse. Irritada, decidí levantarme, dormir ya no era una opción, no con aquel perfecto desconocido rondando de nuevo por mi cabeza.
El frío del suelo recorrió mi cuerpo al poner mis pies en él, bostezando me dirigí a paso de tortuga hacia el baño. Mi reflejo, digno de una película de terror, me recibió al entrar: mi cabello parecía de espantapájaros, las bolsas bajo mis ojos eran notables, y resaltaban ante la palidez de mi piel. Lo único presentable, además de hermoso, en la imagen era la piedrecita verde y envuelta en decoraciones doradas que colgaba de mi cuello desde que tenía uso de razón.
No era lo más alentador, pero era algo.
Tras cepillar mi cabello, dientes y parecer más una humana que un zombie, me paseé por la habitación en busca de algo que hacer. No tenía ánimos de desayunar, menos de salir de mi escondite, como le llamaba papá; que mi día iba a resumirse a ver cualquier estupidez que pasaran en la tele, posiblemente hastiarme de ello, leer un libro y pedir comida, aun si mi área de trabajo era precisamente la cocina.
Al menos esos eran mis planes hasta que el pitido del timbre resonó en todo el lugar.
No podían ser mis padres, repasé en mi mente, los había visitado hace unos días, tampoco algún vecino quejándose, mucho menos algún conocido, apenas me había mudado allí tres semanas atrás. Eso ignorando que mi vida social era deprimente, por no decir nula.
¿Y si fingía no estar para que quien estuviera allí desistiera y se largara?
La idea sonaba muy tentadora mientras me paseaba por la habitación, mi móvil cargaba en la mesita junto a mi cama, a su lado reposaba el aparato del demonio que me había despertado, y me sirvió para saber qué día era.
19 de noviembre.
Un día frío, a pesar de los rayos de sol que se escabullían por la ventana. Pero hablaba de otra clase de frío, que no tenía que ver con el clima, era como si una energía extraña visitara el lugar, algo tonto, teniendo en cuenta que no creía en nada de ello, mas resultaba innegable que había algo diferente aquella mañana.
Los ruidos en la puerta cesaron, un alivio me recorrió el cuerpo y estuve a punto de lanzarme a mi camita cuando el sonido del cerrojo me alertó. Mi corazón dio un respingo y tomé lo primero que vi, que resultó ser nada más y nada menos que unas tijeras poco puntiagudas del estante frente a mí. Las manos me sudaban, los latidos acelerados de mi corazón retumbaban en mis oídos y el gélido ambiente no hacía más que empeorar la situación; la cerradura cedió al tiempo que me escondía en mi diminuto armario. Pasos se oyeron, no eran fuertes sino que, al contrario, parecían de tacón.
No entendía ni de cerca lo que ocurría.
Quien quiera que fuera se acercaba a mi recamara, entró en ella como perro por su casa y se detuvo frente a mí, lo supe por la sombra bajo la puertita. Si hacía un movimiento brusco sabría que estaba aquí, si salía también, si me quedaba allí no tardaría en saberlo; tan solo me quedaba golpear duro al salir y aprovechar su aturdimiento para escapar.
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Editado: 17.06.2024