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Prólogo

Prólogo

Mi nombre es Tomás, aunque al llegar a Reino Unido la tilde desapareció por completo. Estoy a punto de cumplir veinticuatro años y acabo de descubrir lo difícil que es alejarse de casa, vivir a miles de kilómetros y un enorme océano de distancia de las personas que amas. Sin embargo, eso es precisamente lo que me trajo aquí, el alejarme de casa era algo necesario si quería volver a empezar.

Vivo en la costa Brighton desde hace un año y llegué aquí justo después de bajarme del avión que aterrizó en Londres. Una ciudad junto al mar era exactamente lo que necesitaba. Siempre he amado el sonido de las olas y la arena, por lo que cambiarme de ciudad este verano me parece una triste pero necesaria decisión.

Parece ser que tengo una obsesión por el espacio y todas las cosas diminutas que brillan en su enorme extensión. ¿Qué si soy astrólogo? Vaya, ni pensarlo. Pero la mujer que amo cree en los astros y solía pasar horas por las noches encontrándole formas a las constelaciones. Yo, por mi lado, decidí anotarme a la carrera de negocios, aunque meses después terminé abandonándola por completo.

Hasta hace unas horas vivía de mi increíble talento para cultivar y producir vegetales, o lo que llaman un «proveedor de restaurantes». Los chefs de la costa Brighton pagan muy bien por lo que sus clientes definen como «productos orgánicos», aunque confieso que en algunas ocasiones he tropezado voluntariamente regando fertilizante sobre algunas cuantas verduras, pero nadie lo ha notado.

También debo confesar que estoy obsesionado con algo más, algo imposible de controlar: el tiempo. Porque a veces las cosas parecen tardar más de la cuenta, y bueno, no soy precisamente un hombre paciente. Claro, todo esto era antes de tomar la decisión de mudarme a Oxford este verano; no estoy muy seguro de a qué me dedicaré, ni si estaré tan pendiente del paso del tiempo.

Esta mañana decidí caminar una última vez sobre la arena de Brighton, contemplar los rayos del sol que muchos aseguran ver en tonos naranjas, aunque a mi parecer están combinados con el frío de las nubes, lo que los hace casi ámbar.

Justo ahora son las once cuarenta de la mañana y mi equipaje parece pesar más de la cuenta, por suerte en los trenes nunca se fijan en ese pequeño detalle. Además, hay algo dentro de mí que pesa más que mi propio equipaje. Un recuerdo que deseo olvidar y unos ojos marrones que anhelo volver a ver.




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