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Tras el conejo blanco

Tras el conejo blanco

Nic era una joven de veinticuatro años. Jamás había salido de Inglaterra, había viajado en tren sólo en dos ocasiones: el día del funeral de su abuelo, y cuando su padre la llevó a Londres a un concierto de Editors a sus dieciocho años. Nic se graduó con honores de Oxford en la facultad de literatura y continuaba trabajando en el programa de becas como apoyo para pagar la maestría. El tiempo le alcanzaba apenas para cumplir con las asignaturas y apoyar en una de las bibliotecas de la Divinity School.

Vivía con sus padres y sus dos hermanas, era la mayor de ellas y tenía sobre sus hombros la pesada carga de ser un claro ejemplo de un modelo a seguir. Las escuelas públicas moldearon su personalidad y la convirtieron en una chica con mucha autoestima. Nic tenía un plan de vida escrito en rocas, como la mayoría de adolescentes destacados de Oxford, destinados a salir de la ciudad y volver después de los cuarenta para ser exitosos profesores en una de las universidades más prestigiosas del país. Sin embargo, a sus veinte años, cuando iba a mitad de la carrera, su piel exquisitamente dorada empezó a despigmentarse, las manchas aparecieron primero en los hombros y se extendieron hasta llegar a sus manos.

Para el año de su graduación, el vitíligo ya había cubierto sus piernas y continuaba expandiéndose hacia el cuello. Toda la seguridad construida en años se fue yendo junto con el color de su piel.

Aquella chica de ojos color avellana y pelo rizado odiaba el verano porque la obligaba a soportar ropas que la sofocaban. La biblioteca Duke Humfrey era su único lugar seguro, el aire acondicionado enfriaba el ambiente y le permitía quedarse con sus camisetas de mangas largas. El invierno y el otoño eran sus mejores aliados, tenía una colección entera de guantes que servían no solo para cubrirse del frío, sino también para ocultar sus manos.

En aquel día de julio, cuando el desfile de Alicia terminaba, Nic se dirigió al Thirsty Meeples para conseguir el último juego de mesa del Arkham Horror. Sus hermanas adoraban el juego intrépido y estaban tan obsesionadas con él, que le habían suplicado que llevase el más reciente.

Cuando Nic cruzaba la calle con las manos en los bolsillos de sus pantalones y soportando el calor intenso del verano, notó al chico de ojos oceánicos que la miraba como si estuviese viendo a un mismísimo personaje del Arkham Horror.

Nic pasó de largo sin importarle la presencia de Tomas y atravesó la puerta del local, se dirigió enseguida a los estantes de juegos de mesa, tomó el que buscaba y corrió a la caja para pagarlo.

—Interesante opción —expresó el chico de la caja refiriéndose al juego de mesa.

—Mis hermanas lo adoran —respondió Nic sonriente.

—¿Quieres un envoltorio de regalo?

—No hace falta… ¿Pero podrías agregar una botella de agua a la cuenta?

—Seguro… —dijo el chico mientras hacía la búsqueda en el sistema de la computadora—. Oh… Perdona, nos hemos quedado sin botellas de agua, la multitud ha estado sedienta durante el desfile. ¿Quieres un vaso de la cafetería? —preguntó con amabilidad.

—Descuida, será solo el juego entonces.

—Me sobra una botella de agua —se escuchó una voz desconocida.

Tomas, el de ojos azules, el que había estado viéndola de forma poco usual mientras ella cruzaba la calle, el que llevaba la ropa adecuada para el verano, ahora le ofrecía la botella de agua que le sobraba.

—No hace falta —respondió Nic, evitando prestar interés al noble gesto.

—Tómala. Afuera hace demasiado calor.

—Está bien… gracias —aceptó avergonzada.

—¿Es un juego de mesa? —preguntó Tomas mientras notaba el color de las manos de Nic.

—El mejor de todos.

—Has de estar emocionada por jugarlo, supongo.

—Sí, aunque mis hermanas son quienes lo adoran en realidad.

—¿Quieres que lo sostenga? Mientras bebes, de, la, botella —parafraseó con timidez.




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