Cuando Bruno vio su nueva casa por primera vez, se sorprendió mucho. Era todo lo contrario a su antigua casa y no podía creer que de verdad fueran a vivir allí.
La casa de Berlín estaba en una calle tranquila donde había otras casas también muy grandes, casi iguales a la suya. La nueva casa, en cambio, estaba aislada, en un sitio vacío, sin otras casas cerca. No había otras familias en el vecindario ni otros niños con los que jugar
La casa de Berlín era enorme, y aunque Bruno había vivido 9 años allí, todavía encontraba sitios que no conocía completamente. Sin embargo, la casa nueva sólo tenía dos plantas: un piso superior donde estaban los 3 dormitorios y el único cuarto de baño, y una planta baja donde se encontraban la cocina, el comedor y el nuevo despacho de Padre, en el que no se podía entrar. También había un sótano, donde dormían los criados.
Alrededor de la casa de Berlín había otras calles con grandes casas y siempre se encontraban personas que paseaban. También había muchas tiendas con llamativos escaparates y puestos de fruta y verdura. Pero alrededor de la casa nueva no había otras calles, ni nadie paseando, ni tampoco había ninguna tienda ni puestos de fruta y verdura.
En Berlín la gente sacaba mesas y sillas a la calle y cuando Bruno volvía caminando de la escuela a su casa con sus amigos Karl, Daniel y Martín siempre veían a hombres y mujeres sentados en aquellas mesas, tomando bebidas, felices y pasándoselo muy bien. Sin embargo, Bruno pensaba que en la casa nueva nunca se reiría nadie, porque no había nada de qué reírse.
Al cabo de algunas horas de estar en la nueva casa, Bruno le dijo a María, la criada, que pensaba que se habían equivocado con la decisión de irse a vivir a esa casa. Además de María había otras 3 criadas para llevar la casa aunque estaban más delgadas y pálidas que María y casi nunca hablaban. También había un anciano que se encargaba de preparar la comida y servirla en el comedor. Parecía muy triste y desgraciado.
Más tarde, la Madre de Bruno le dijo:
–A nosotros no nos corresponde pensar. Ciertas personas deciden por nosotros.
Bruno fingió no haberla oído y repitió:
–Me parece que nos hemos equivocado. Creo que lo mejor será olvidar todo esto y volver a casa.
Su Madre sonrió y colocó los vasos con cuidado encima de la mesa.
–Creo que deberías decirle a Padre que has cambiado de idea. Si no hay más remedio que pasar el resto del día aquí, y cenar y quedarnos a dormir aquí esta noche porque todos estamos cansados, no importa, pero mañana tendríamos que levantarnos temprano si queremos llegar a Berlín antes de la hora de merendar –dijo Bruno a su Madre.
Madre suspiró y preguntó:
–¿Por qué no subes y ayudas a María a deshacer las maletas?
–¿Para qué voy a deshacer las maletas si sólo vamos a estar unos días? –preguntó Bruno.
–¡Sube, Bruno, por favor! Estamos aquí, hemos llegado, éste será nuestro hogar. Tenemos que poner al mal tiempo buena cara, ¿entendido? –respondió la Madre.
Bruno no entendía cómo habían podido llegar a esa situación. Él estaba tan tranquilo, jugando en su casa de Berlín, con sus tres mejores amigos, y de pronto se encontraba atrapado en aquella casa fría y horrible donde parecía que nadie podría estar alegre nunca.
–¡Bruno, te he dicho que subas y deshagas las maletas ahora mismo! –le ordenó la Madre. Bruno supo que le hablaba en serio, así que se dio media vuelta sin decir nada más. Estuvo a punto de llorar. Subió al piso de arriba donde estaban las habitaciones y el cuarto de baño.
–Éste no es mi hogar y nunca lo será –susurró Bruno al entrar en su nueva habitación, donde estaba María organizando la ropa.
–Mi Madre me ha dicho que venga a ayudarte –dijo Bruno a María.
–Si quieres separa toda esa ropa y colócala en la cómoda –le contestó María señalando una bolsa que contenía todos sus calcetines, camisetas y calzoncillos.
–¿Tú qué piensas de todo esto, María? –preguntó Bruno.
–¿De qué? –dijo María.
–De todo esto. De que hayamos venido a un sitio como éste. ¿No crees que estamos cometiendo un grave error quedándonos a vivir aquí? –le contestó Bruno.
–Yo no soy nadie para opinar sobre esto, señorito Bruno. Tu Madre ya te ha explicado que es por el trabajo de tu padre –argumentó María.
–¡Estoy harto de oír hablar del trabajo de Padre! Es de lo único que se habla. Mira, si ese trabajo de Padre significa que tenemos que irnos de casa y que tengo que dejar la barandilla de la escalera y a mis tres mejores amigos para toda la vida, creo que Padre debería replantearse su trabajo –exclamó Bruno muy enfadado.
Entonces se oyó un ruido que provenía del pasillo. Bruno se asomó y vio cómo se abría un poco la puerta de la habitación de Madre y Padre. Se quedó muy quieto. Madre seguía abajo, lo cual significaba que Padre estaba allí y que quizá hubiera oído lo que Bruno acababa de decir. Se quedó mirando la puerta, temiendo que Padre apareciera de repente enfadado.
La puerta se abrió un poco más y Bruno no vio a su Padre sino a un hombre mucho más joven y más bajo que él. Vestía el mismo tipo de uniforme que Padre, pero con menos adornos. Estaba muy serio, tenía el pelo rubio y llevaba una caja en las manos y cuando vio a Bruno se quedó mirándolo fijamente como si no hubiera visto antes a otro niño. Al final lo saludó con un gesto rápido y siguió su camino.